Hermanados por el dolor
Lunes 30 de setiembre de 2013
El gesto de celebrar simultáneamente el Filba Internacional en Buenos Aires y Santiago de Chile nace del afán por suprimir fronteras, de trazar entre los dos países vínculos literarios con ecos territoriales, estéticos y políticos.
Por Juan José Richards. Foto: Ana Edwards
I. El dolor de la extrañeza
Mientras en la capital argentina se debatía sobre geografías patagónicas y las verdades incómodas de la crónica, en la capital chilena los primeros asistentes a esta la versión simultánea del Filba llegaban a la Biblioteca Nicanor Parra de la Universidad Diego Portales para escuchar a un grupo de escritores reflexionar sobre los “raros”, los des-adaptados, los extravagantes; escritores de devenir trágico que se transformaron en leyendas literarias con sus estilos de vida excéntrica y obra transgresora.
El poeta, traductor y director de la editorial Cuneta, Galo Ghigliotto abrió los fuegos asegurando que “todo artista es raro” y, al ahondar en los sinónimos de este adjetivo, concluyó que “todo clásico literario fue en algún momento un raro”. Nada de raro fue que el también organizador de la Furia del Libro, rescatara la mítica figura del –original– escritor chileno Juan Emar, sospechosamente catalogado por la historia como surrealista. Emar, a más de un siglo de su irrupción no ha terminado jamás de consagrar su ingreso al canon. En esta zona “menor” de la literatura donde se debaten obras marcadas por la rebeldía y el desacomodo, Ghigliotto propuso un nuevo género, una lite-rara-tura o na-rara-ción.
¿Es Chile un mal país para escritores raros?, se preguntó el poeta para luego asegurar que existe una gran cantidad de escritores chilenos cuya obra está marcada por una vocación a la extrañeza. Una de las razones sería la dictadura, como agente contra el que surge el desacato. Esta fue la raíz del primer vínculo entre las actividades de la jornada.
El periodista Óscar Contardo, a su vez, contó que en algún momento su libro Raro, una historia gay de Chile (Planeta, 2011) se topó con la producción de Los malditos, editados por Leila Guerriero (Ediciones UDP, 2011) y cómo finalmente terminó escribiendo el perfil del poeta chileno Rodrigo Lira para el volumen de Guerriero. Contardo quiso indagar en aquello que hermanaba a los raros y a lo malditos: “La rareza es una pequeña mancha que atrae la atención de quien mira, un pequeño desajuste que crea una tensión en la regularidad de la norma”.
Tensando los hilos entre memoria y obra, entre biografía y obra, formuló que los raros “son el arte haciendo una mueca, la singularidad de una vida. Podemos pensar la obra como rastro de la biografía de un raro”. Por su parte el escritor e investigador Juan Pablo Sutherland, postuló que la rareza se cruza con las políticas de afectación y pose, propias del dandismo en Latinoamérica. El autor de Cielo Dandi, escrituras y poéticas de estilo en América latina (Eterna Cadencia, 2011), rescató a personajes extraños como Perlongher, Gombrowicz, Wacquez, Eltit, Donoso, Darío, sumados a otra larga lista de “danis, queers y decadentes”. A propósito de la figura del dandi, trajo a presencia un texto de Sylvia Molloy, (que se cayó del festival por motivos de salud, pero no por eso se calló del encuentro): “Sylvia Molloy puso en contexto la pose finisecular que se cruzaría con el gesto de exhibición como forma cultural o género preferido del siglo XIX”, dijo Sutherland.
Así fueron desfilando una larga lista de escritores del desacomodo, figuras literarias que han trenzado su vida y obra desde el dolor de la extrañeza. Cuando los asistentes tuvieron la palabra, surgió la pregunta por quiénes eran los actuales raros de la literatura lationamericana. “Lemebel es un raro contemporáneo, podría ser pensado como un dandi rabioso y político”, postuló Contardo. “¿Un dandi?, Pedro se muere, se lo puede pensar como un neo-barroso, un neo-Mapocho, pero no un dandi”, replicó Sutherland. Fue en el clímax del debate que el moderador del panel, Rodrigo Rojas, tuvo que concluir la sesión porque, acorde al programa, el auditorio se preparaba a celebrar la segunda actividad.
II. El dolor de lo in-narrable
En el encuentro “Lecturas bajo la bota”, también realizado en la Biblioteca Nicanor Parra, se reflexionó sobre el impacto de las dictaduras latinoamericanas en el devenir de la literatura y escritura de sus países. La poeta Elvira Hernández afirmó que “todo lo relacionado con la palabra quedó prohibido después del golpe. Tras la quema de libros y la censura a todo material impreso, nos quedamos sin palabras”.
Fue la poesía, como actividad oral semi-clandestina-, la que se sumó a las escasas acciones visuales que constituyeron las primeras manifestaciones culturales a finales de los ‘70 y principios de los ’80. Hernández aseguró que el Departamento de Estudios Humanísticos, donde coincidieron entre otros Parra y Lihn, funcionó como un “privilegiado pulmón que les permitió a los poetas respirar, un centro donde se podía pensar lo que afuera era impensable”. La poeta, que estuvo detenida durante el régimen, recordó cómo su experiencia personal modificó radicalmente su obra: “Mucho de lo que yo había escrito sobraba, había que llegar a las palabras esenciales”.
El novelista Gonzalo Contreras confesó al moderador del foro, el siquiatra, escritor y académico Marco Antonio de la Parra que fue él quien lo obligó a ampliar su campo de lectura durante “los tiempos duros”, elaborándole una lista de escritores cuyos libros eran imposibles de encontrar en el Santiago de esa época. “Chile parecía estar en suspenso”, afirmó Contreras. “No había información sobre lo que ocurría, pero sí había mucho miedo. Aún así los escritores seguían escribiendo”. El autor de La ciudad anterior (Planeta, 1991) dijo que la censura fue tal que parecía que la sociedad chilena vivía en silencio, y que durante más de 10 años la literatura en el país estuvo inmovilizada.
Fue el escritor argentino Martín Kohan quien rompió la tendencia de los testimonios de la mesa al declarar cuando le preguntaron por su experiencia con la dictadura que “a esa escala, a mí no me pasó nada. El ’76 yo tenía 9 años y mi experiencia no fue la del agobio si no que la de la normalización del estado de miedo”. El autor destacó cómo estos mecanismos se integran siniestramente a una normalidad. “Hubo cosas que no pregunté, pero luego: ¿por qué no me las pregunté?”, se cuestionó Kohan. “Porque las normas no se interrogaban, se obedecían, a mí el cumplimiento de esas normas me producía satisfacción”, afirmó.
En este ejercicio de memoria, los autores recordaron cómo durante la dictadura chilena circulaban libros sólo por préstamos entre los que leían, textos fotocopiados o escasas copias que llegaban con los que viajaban al extranjero. Vinculado con el primer panel, se concluyó que la escritura y la lectura fueron prácticas “raras” y prácticamente aniquiladas por el régimen, lo que derivó en una imposibilidad de relatar el horror experimentado durante los años de represión.
III. El dolor de los sin voz
Una hora antes de que se abrieran las puertas de la Sala A2 del GAM (Centro Cultural Gabriela Mistral), cientos de jóvenes universitarios, escritoras y poetas, parejas, activistas de la disidencia sexual, adultos mayores y hasta un niño de 10 años acompañando a su madre, esperaban expectantes afuera del complejo para ver “La ciudad sin ti (a 40 años del golpe)”, la performance con que Pedro Lemebel cerraría el primer día del encuentro.
El edificio, actualmente convertido en epicentro de la actividad cultural santiaguina, está cargado simbólica e históricamente. Fue sede de la Tercera Conferencia Mundial de Comercio y Desarrollo (UNCTAD) en 1972, luego cayó en mano de los militares durante el régimen y cuando fue finalmente recuperado por el ministerio de Educación tras el retorno a la democracia, se quemó el 2006. Fue en sus pasillos además, donde Pedro Lemebel se instalaba a principios de los ‘70 con sus amigos “coliflay” a fumar, a copuchar y a politizar.
Lemebel se hizo esperar y luego de más de media hora de retraso, dio la orden a la organización del Festival de que todos los que estaban esperando afuera del auditorio pudieran entrar, tuvieran invitación o no, porque “esta hueá la hizo Allende para el pueblo”, como explicaría más tarde. Su voz de trueno rasgado irrumpió en la sala pidiendo perdón por la condición que lo afecta tras haber sufrido un cáncer a la laringe. Vestido completamente de negro, con una chaqueta que bien podría haber sido Chanel (pero no lo era), un suave pañuelo al cuello, pantalones de terciopelo y botas con tacos, el ganador del Premio José Donoso 2013 apareció iluminado en el escenario por un solo foco.
Acompasado por “Ciudad solitaria”, la balada de Mina, la tigresa de Cremona, se proyectó a sus espaldas un video que recorría lentamente las fachadas de las calles de San Miguel, su barrio de infancia. Lemebel leyó una primera crónica que narraba la noche que pasaron en vela él y un muchacho de la juventud comunista durante el gobierno de la Unidad Popular, para proteger de los fachos un mural pintado por la brigada Ramona Parra en el liceo donde estudiaban. “Él me ofreció un cigarro, pero entonces yo no fumaba, sólo amaba”, recordó el autor. Mecido por la suave melodía de la canción romántica, surgió el relato de este Lemebel dulce y feroz, político y enamorado.
La aplaudida presentación del escritor luego siguió con el relato de un beso robado que le dio a Joan Manuel Serrat durante una toma estudiantil. “Un beso de fuego para el trovador histórico que llevaba 20 años esperando, un beso pálido que sobrevivió a la dictadura”. Irónico y chispeante, el cronista intercaló sus lecturas con sagaces y tiernas palabras que dirigió al público. Incluso apuntó al director de la Fundación Iguales, que se encontraba en la audiencia. “Nosotras no somos ‘iguales’, somos únicas e irrepetibles”, dijo afilado. Con un hilo de voz raspada se río de sí mismo y su modo de hablar: “parece que tuviera un leve resfrío”.
Emocionado por la simbología de que fuera en el mismo edificio en que realizaba su performance donde surgió “un primer grupo de formación política junto a mis amigas coliflay”, les dedicó un texto. Desplegando una a una las hojas de su atril, fue leyendo sus crónicas, recordando, denunciando, conectándose siempre con el público. Con la mano en el pecho, como si estuviera constantemente afectado, iba tomando té entre cada lectura. Así volvió a los inicios del ex presidente del Senado, Camilo Escalona, quien era su vecino en los bloques marginales de San Miguel.
Tuvo palabras de homenaje para el movimiento estudiantil “que ha remecido el neo liberalismo de mierda de este país” y le dedicó un texto a los encapuchados que encabezan las marchas de protesta por educación gratuita. También leyó un ácido texto a propósito del suicidio (ocurrido ese mismo día) del ex director de la Central Nacional de Informaciones (CNI) Odlanier Mena: “se mató en su soberbia nazi, sin un solo gesto de arrepentimiento”, apuntó. Su texto hacía referencia también al cierre del penal de lujo Cordillera, (“suite carcelaria”) donde residen los militares que viven “abanicándose el ocio con el informe Rettig. Verdugos, coyotes autores y responsables del genocidio”.
Lemebel no olvida, Lemebel no perdona. Pero ahí está lo que queda de su voz estremecedora mientras el país finge no reconocer su pasado. Denunciando a los asesinos y dándole visualidad a las víctimas. Con una voz que surge cavernaria y profunda, le presta voz a los sin voz, Lemebel concluyó leyendo una crónica sobre Claudia Victoria Poblete Hlaczik, una pequeña niña de 8 meses, desaparecida en 1976 bajo la dictadura argentina. Porque no sólo es la geografía de la cordillera la que une a Chile con Argentina. Antes de desaparecer del escenario y dejar corriendo un video con una acción de arte realizada en Pisagua, el barroso autor habló de la “cicatriz” que une a los dos países donde se realiza el FILBA: Chile y Argentina vinculados por las letras y “hermanados por el dolor”.