Filba Azul, último día
Lunes 14 de abril de 2014
El último día del III Festival Nacional en la ciudad de Azul empezó con lecturas uno a uno en Casa Ronco, siguió con dos mesas maravillosas acerca de la desmesura y lo inconcluso, contó con la bitácora en la que los escritores compartieron sus textos especialmente escritos después de pasear por el lugar y cerró con aplausos de pie a sala llena en el Teatro Español para un recital de música y poesía absolutamente conmovedor de Liliana Herrero y Jotaele Andrade, poeta azuleño.
Por Valeria Tentoni. Fotos de Nicolás Murcia.
Anoche, de madrugada, las combis cargadas de escritores entraron a Buenos Aires y avanzaron entre sus calles vacías como dos caballos de Troya metálicos y tibios. Había finalizado el III Festival Nacional de Literatura en la ciudad de Azul organizado por Fundación Filba.
El domingo, cuarto y último día de actividades, comenzó en Casa Ronco con la segunda tanda de Uno a uno, una suerte de experimento literario que resultó maravillosamente bien. Juan Sasturain, Ariel Idez y Sergio Olguín recibieron, como lo habían hecho antes Patricia Ratto, Oscar Fariña y Hebe Uhart, a lectores-oyentes que pasaban en distintas habitaciones de ese edificio con ellos una decena de minutos en la intimidad de una lectura. Compartieron, así, extractos de libros elegidos para la ocasión.
Más tarde, y frente a esa plaza que confunde con las baldosas en zigzag, en la Casa cultural se desarrolló una mesa acerca de la desmesura. Luis Sagasti, Patricia Ratto y María Negroni fueron quienes intercambiaron sus ideas entonces. Para comenzar, se trabajó sobre la obra de Francisco Salamone en Azul, el ítaloargentino responsable de, por caso, el matadero y el cementerio del lugar, dos tremendas construcciones inquietantes que interrumpen la secuencia arquitectónica del lugar. Patricia Ratto enumeró: “Demasiado, extraordinario, fuera de lo común, impresionante, excesivo, gigante, estremecedor”, para preguntarse desde dónde pensar la desmesura. “Lo primero que me aparece es desde la abundancia o el exceso por la cantidad. Se hicieron sesenta edificios en veinticinco municipios, todo eso concentrado en un tiempo de cuatro años. Uno podría pensar la desmesura como un exceso que tiene que ver con la cantidad y la concentración. Por otra parte, imposible no pensar en el tamaño. Aca aparece otro matiz de la desmesura que está asociado a lo monumental, como un fuera de escala con respecto al entorno. Tenemos, en algunos casos, torres de hasta treinta metros de alto al lado de casas de dos metros de altura”. Ratto avanzó sobre la idea del “cultivo de la desproporción”, una incongruencia que problematizó sumando el sentido político. Luego pasó a pensar qué ocurre con la literatura en este sentido, cómo se tematiza la desmesura allí. Mencionó textos como “El escritor fracasado”, de Robertlo Arlt, “Leopoldo (sus trabajos)”, de Augusto Monterroso, “El Aleph” de Borges y Corrección de Thomas Bernhard. “Los planes del Quijote son desmesurados, el plan de El corazón de las tinieblas; Raskólnikov en Crimen y castigo es desmesurado; el Doctor Faustus, que busca conocerlo todo; Ana Karenina, Madame Bovary, el Werther de Goethe, la obra de Kafka... La desmesura aparece como medida de fracaso del hombre arrojado afuera del mito”, agregó Sagasti, y habló del caso del traductor Rafael Cansinos Assens, a quien identificó leyendo los clásicos de la literatura universal y encontrándolo en tareas en obras de una cantidad asombrosa de idiomas distintos.
“A mí me parece que todas las obras son desmesuradas. Escribir es desmesurado, porque la escritura o la creación tiene que ver con el deseo y el deseo es, por definición, desmesurado”, irrumpió María Negroni, agregando un interesantísimo giro a la conversación, y comentó “El retrato oval” de Edgar Allan Poe: “Ahí se pone de manifiesto una de las paradojas mas difíciles del arte, que es la relación entre el arte y la vida. Cuáles son los precios de la creación. Parecería que algo tiene que morir para que algo nazca. Y eso que muere a veces es el modelo, otras veces es el mismo artista. Hay una especie de imposibilidad de coexistencia entre una cosa y otra. El tema de la creación nos remite a la creación por antonomasia, que es la creación del mundo. Dios y nosotros. El artista máximo es dios, o como querramos llamarlo. Ahí hay una creación: dios consigue lo que todo artista anhela, que es que su obra esté viva. Podríamos decir que todo creador repite un poco el gesto del Dr. Frankenstein, que va y toma retazos de cuerpos y con eso intenta dar vida a una criatura. En ese caso lo que surge es monstruoso”.
Para Negroni, la monumentalidad, la cosa enorme, es una de las posibilidades de la desmesura: “Yo propondría que un poema, que es una cosa chiquita, de cuatro líneas o veinte, es una miniatura de mundo. No equipararía la desmesura tanto con el tamaño. La obra es una especie de mini castillo donde se teatralizan todas las cosas que fuguran adentro de ese mundo imaginario del artista. No tiene tanto que ver con el tamaño sino con el gesto”. Ratto, entonces, agregó: “Hay una desmesura más evidente y otra que sería como la contrapartida. Un agujero negro es, también, una desmesura”. Sagasti, por su parte: “Es inevitable, en cualquier acto creativo genuino, la desmesura. Un haiku es desmesurado de la misma forma que lo es Balzac”. La autora de Trasfondo citó a Calvino: “La literatura solo sirve si se propone objetivos desmesurados, incluso más allá de toda posibilidad de realización”.
Entre el público estaba sentada Liliana Herrero, que tuvo que retirarse antes de que terminara el intercambio para irse a probar sonido al Teatro Español. Antes de salir, dijo: “Me voy con el gestod de desear que en una nota que haga, estén todas las notas del mundo. Ese gesto va a fracasar, pero yo me habré animado”, y después citó: “La historia de la música es una sucesión de errores ejemplares”.
Tras esa mesa, comenzó otra acerca de lo inconcluso, llamada Puntos suspensivos y moderada por Marcos Almada. Gabriela Cabezón Cámara, Juan Sasturain y Sergio Olguín compartieron sus impresiones acerca del tema y también sus experiencias personales. Almada comenzó refiriéndose a la obra de Fernando Pessoa, a Peripecias del no, el diario de una novela inconclusa de Luis Chitarroni, y a La novela luminosa de Mario Levrero. Gabriela agregó a esa lista a Roland Barthes, quien va tomando las notas para hacer esa novela que alguna vez pensaba hacer y nunca hizo. “Hay dos tipos de obras que no se terminan: las que le resultan imposibles al autor, las que tiene suspendidas, y por otra parte las que son interrumpidas por la muerte del autor. En ese sentido último podemos pensar en El misterio de Edwin Drood, de Dickens, muy hermosa. Él muere antes de terminarla, y en el útlimo capítulo que llega a escribir cambia absolutamente el estilo narrativa del resto de la novela. Es terrible, todo muy macabro. Deja ese capítulo y uno no sabe si esa novela iba a ir para ese lado o volver a su cauce. Hay varios autores que la han terminado, como ejercicio”, contó Sergio Olguín.
Sasturain confesó que, a él, lo que siempre le costó fue sentarse: “hay algunos que no terminan los libros porque no empiezan. El problema con la literatura es sentarse. Macedonio era un perro en la literatura; daba vueltas y vueltas y vueltas, por ejemplo”. Juan mostró las catorce páginas de un libro por el que, incluso, le habían llegado a pagar un adelanto que terminó por devolver porque nunca pudo terminar: “A algunos nos pasa que somos diferidores enfermizos”. Cabezón Cámara introdujo la figura del “artista diletante”: “el que nunca hace una obra pero habla y reflexiona sobre eso todo el tiempo”. Ella, por su parte, no tiene ningún proyecto inconcluso: los arranques anteriores a sus publicaciones se perdieron por mudanzas o roturas de sus computadoras, y no los extraña. De ahora en más, avanza hasta darlos por terminados.
“Yo soy una persona de empezar muchos proyectos y no terminarlos. Es algo que me molesta especialmente”, dijo Olguín, que entonces intenta concentrarse lo suficiente como para concluir cuando comienza uno. “Yo sé que si la comienzo y la dejo descansar, es muy probabe que no la continúe”. En ese sentido, Sasturain dijo que a él le vinieron bien, en determinados momentos, el encargo, el plazo y el apriete. Así, de hecho, salió Manual de perdedores: “Me propuse escribirla antes de cumplir los treinta años. La terminé justito, para el cumple. Y la publiqué diez años después. Para poder publicarla necesité el pretexto de trabajar en un diario, darme una responsabilidad, y publicarla en folletines”.
La última actividad en la Casa cultural estuvo moderada por Amalia Sanz: “Nos interesa que la literatura sea una referencia, pero también una presencia. La bitácora supone invitar a seis escritores del festival a que realicen un recorrido pautado por la ciudad. Que miren y que capten y que traigan materiales para plasmarlos en un texto. Hoy estamos cerrando algo que empezó el jueves, y hay una idea que vuelve, de la que hablaba Sergio Chejfec: la del visitante que ve y recorta, y elige y ve detalles, entiende cosas como sueltas, y hace un cuadro preliminar con eso. De eso se trata la bitácora, de escuchar esos viajes”. Ella estuvo a cargo de leer el texto de Pedro Mairal, quien visitó junto a Roberto Glorioso el Monasterio Trapense, un espacio ubicado a unos cincuenta kilómetros de Azul al que se llega por una ruta verde y arbolada, emplazado entre eucaliptos, fresnos y tilos, con las sierras de Tandil en el horizonte azulino. Babas del diablo, así nombró a esa pieza en la que se refirió a la incomodidad del silencio, la imposibilidad para producirlo, “Roberto y yo sonamos hasta cuando estamos inmóviles. La ropa de algodón de los monjes no suena”, dice de ese lugar en el que “hay estrategias de silencio y estrategias de clausura” y “una prolijidad militar”, comienza a ponerlo nervioso hasta que llegan tres motoqueros con los que se identifica en el cuadro de bestias turistas: “El turismo es pecado, dice Herzog. Y tiene razón”. Mairal concluye divinamente: “Quiero verle el culo a dios. Quiero ver detrás de dios, quiero mirar el sol sin quedar ciego”. Roberto Glorioso, por su lado, dijo: “El campo no me gusta, y mucho menos si veo atardecer en el campo”, para empezar. Leyó sus Estribillos de la sordomuda. “La sordomuda es un tiempo durante el cual un escritor se ve impedido de escribir y entonces hay conjuros y exorcismos para alejarlo”.
A continuación, Roque Larraquy leyó un texto breve y contundente producido después de ir con Martín Zariello a dar paseos en bicicleta por el lugar, visitando el cementerio, el Parque Sarmiento. “No creo que nacer y crecer en un sitio imponga la condena de una mirada única del mundo”, leyó. Y, también: “No creo en la eficacia de un mismo sombrero continuo para todas las cabezas que buscan resguardo del sol”.
Lila Navarro visitó, junto a Hebe Uhart, a los Catriel: “Del otro lado del arroyo empieza una periferia, una de las tantas para quien se asuma parado en el centro”, comenzó su narración. “Hay algo más, algo más denso pasa acá en Azul todavía, y discurre como otro arroyo subterráneo para dividir, como se dividió siempre”. Martín Zariello, de esa misma experiencia frente a los proyectos edilicios de Salamone, logró: “Es como si la ciudad hubiese sido escrita por Girondo y por Borges al mismo tiempo. Salamone provoca una subversión espacial, un efecto narcótico que altera el eje de quien mira”. Zariello dijo que nunca vivió fuera de Mar del Plata y, entonces, una de las cosas que busca ni bien llega a un lugar, incluso a sabiendas de no poder encontrarlo, es el mar: “El mar es el desintegrador más importante contra la vanidad. Nadie que lo mire puede sentirse importante”.
Hebe sorprendió con una doble crónica. Por un lado, la que le tocó junto a Navarro: ella fue a visitar a Marta Catriel: “Toda la conversación con ella tiene algo de mareante”, leyó. Y, después, una crónica sobre El viejo aserradero, la noche del asado y los payadores: “Lo más lindo es que no hay adentro ni afuera. Es como recuperar el placer infantil de vagabundear en las fiestas”.
Al terminar la lectura de la bitácora del Filba, la fila frente al Teatro Español de Azul ya se estiraba. El público iba a llenar esa sala majestuosa, restaurada recientemente y en excelente estado, para terminar aplaudiendo de pie al recital de música y poesía en el que Liliana Herrero incorporó los poemas de Jotaele Andrade para hacer versiones de, entre otros, Fernando Cabrera y Hugo Fattoruso. Con un dominio escénico absoluto, Herrero asimiló los recitados del poeta azuleño (“un poema tan grande como una casa, un poema como el mundo, que gire como el mundo”) y los hizo jugar en su delicadísima máquina sonora, con ejecuciones de guitarra elegantes y ajustadísimas a cargo del talentoso Pedro Rossi. El resultado dramático de esa combinación fue profundamente conmovedor. Herrero describió el momento, en su cuenta de Twitter, como mágico.
Había terminado, entonces, el III Festival Nacional Filba Azul.