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Una épica de la luz

© Eric Garault/Pasco · Le Monde

Yves Bonnefoy

"En la dicción desoladora que alzan, estos versos se iluminan como astros y dan cuerpo a su propio vacío". Una despedida de belleza radiante para el poeta, ensayista y traductor francés, en la pluma de María Negroni, que nos deleita con otra de sus entregas.

Por María Negroni.

La poesía de Yves Bonnefoy (1923-2016) está filtrada por una melancolía luminosa: un Sitio Impensable es su punto de partida y también su nostalgia final. Escritos en el fragor de la embestida postestructuralista, sus libros constituyen una resistencia y una provocación serenas: al sugerir una continuidad de grado más alto que el mundo, se niegan a firmar el acta de defunción del lenguaje como instancia de aprehensión sensible, proclamando en cambio, una y otra vez, que el pretendido caos de las significaciones no es más que la envoltura, finísima, de una revelación majestuosa: la unidad de todo lo que es.

Una estrofa de Hier Régnant Désert (1958) dice así:

Sabrás que un pájaro habló,

caminarás,

tus pasos serán la noche largamente, la tierra desnuda

y él se alejará cantando, de orilla en orilla.

En la dicción desoladora que alzan, estos versos se iluminan como astros y dan cuerpo a su propio vacío. Por paradójico que parezca, al consentir a la verdad precaria de las apariencias, al extravío y al límite, consiguen entender que "la imperfección es la cima" y todo absoluto, provisorio como el movimiento de una ola. El centro, diría Luria, desaparece en su centro y la visión se agranda en la palabra arrojada, material, creando el lugar al cual nunca, acaso, se entrará.

No hay en esta poesía ningún esencialismo. ¿Cómo podría erguirse, en ella, identidad alguna? La presencia es un jardín esquivo donde todo vacila, no sólo los signos arbitrarios sino también las díscolas promesas del deseo, tan pegadas a la jaula del yo, y a la escritura y sus formas cautivas. Su utopía —que existe— no busca totalizar sino reencontrar al mundo en su integridad, erguido y quebrado.

Como los escaldas de Islandia que urdían sus sagas lentamente, Bonnefoy sabe esperar. En esa espera, el movimiento melancólico del alma se aferra a la sed, siempre imperfecta, como a un escudo, y se prepara a recibir esas palabras hechas de materia calcinada, ruinas de un país más alto que la noche. La aspiración es enorme: cancelar el exilio no le alcanza; quiere vivirlo plenamente. Como toda gran poesía, la suya sueña y recuerda. Elige para vivir lo inacabado de la luz. Porque en el centro de la sombra, donde está la oscuridad más densa, está también la luz más álgida, ésa que, a cada vuelta de espiral, abrirá más espacio para los seres y las cosas, y dejará entender mejor la finitud. Por momentos, también, si se presta atención, detrás de un diálogo mudo, un ávido intercambio de anhelos incumplidos, donde la pérdida pareciera lo deseado y el deseo, lo perdido: un mundo de amor en definitiva, enceguecedor, en la luz de su tristeza.

 

 

La imagen fue tomada de Le Monde.

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