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Síntomas del fin del mundo

Adelanto de MANCILLA
"¿Por qué nuestro arte está obsesionado con la muerte?" Siete obras producidas en los últimos 20 años: siete síntomas apocalípticos. Un adelanto del nuevo número de Revista MANCILLA, que se presenta este sábado en el bar Varela Varelita.

Por Amadeo Gandolfo.

¿Por qué nuestro arte está obsesionado con la muerte? ¿Qué nos pasa como cultura que estamos sufriendo una nueva ola de manía escatológica? Como los campesinos medievales que esperaban con ansias el año 1000 y la llegada del tan esperado apocalipsis y el rapto cristiano que finalmente los llevaría al cielo, la cultura de los últimos 15 años está obsesionada con la idea de un acontecimiento límite, un barajar y dar de nuevo, una limpieza ritual del ordenamiento social. 

Por ello, en esta nota hemos elegido 7 síntomas del fin del mundo, 7 obras producidas en los últimos 20 años (con una excepción) que, de una forma u otra, refieren a esta preocupación. Dos comics escritos por los dos guionistas ingleses más reputados del comic estadounidense, dos películas (una mainstream al mango y otra un poquitín más oscura), una banda indie de Los Ángeles, una novela clásica de ciencia ficción y una serie de televisión exitosísima. A lo largo de todos estos objetos culturales diversos nos preguntamos: ¿Cómo terminará el mundo? ¿Con un estallido o un gemido?

 

1. Promethea

En 1999 Alan Moore, mítico guionista de comics responsable de Watchmen, From Hell y V From Vendetta, lanzó lo que sería su último intento de trabajar en el corazón de la industria del comic yankee, su último proyecto para levantar un universo coherente habitado por sus propias creaciones. Como corresponde a un creador de su nivel y su antipatía por los superhéroes, decidió construirlo basándose en el precepto ¿qué hubiese pasado con la cultura popular y la narrativa de aventuras si los hombres de calzas no se volvían prevalecientes en el mercado editorial norteamericano? Entonces ahí estaba Tom Strong, modelo del héroe científico de principios de siglo, Flash Gordon, Buck Rogers, Doc Savage, explorador de nuevas civilizaciones y conquistador de lo nuevo. O la League of Extraordinary Gentlemen, personajes victorianos reunidos a la manera de un grupo de superseres, al servicio de la Corona, pero conservando toda la mugre y la decadencia de sus textos de origen, y que serviría luego para dar origen a una mitología propia que busca sintetizar toda la evolución literaria del siglo XX.

En el medio de todas esas series había una que quizás sea de las cosas más personales que ha escrito Moore en su carrera: Promethea. Promethea trata sobre un personaje que es una suerte de análogo de la Mujer Maravilla que se corporiza a lo largo del tiempo en diversas mujeres que la invocan, actualizando su historia y sus características de acuerdo a la época y la historia en la que se encuentra. Lo que comienza como un pastiche termina evolucionando hacia una exploración de la Kabbalah y el sistema mágico en el que Moore cree, basado alrededor de la idea de un espacio de ideas perpetuamente actualizado, una especie de cultura común del hombre. Pero, además, su clímax está construido alrededor de la espera de un fin del mundo. Mientras Promethea explora la Inmateria (el plano de la creación donde halla la representación gráfica y mental de la Kabbalah) el mundo se está por terminar.

Pero cuando esto sucede (ya que la heroína es incapaz de evitarlo) en realidad el “fin del mundo” consiste en una especie de cambio de la conciencia y actualización de software mental que hace que todo siga más o menos igual pero un poco mejor. Esta solución brindada por Moore, una desdramatización del principio escatológico, es muy atípica, porque la cultura contemporánea está obsesionada con el fin del mundo: un evento culmine destructivo, voraz, aniquilador, no algo centrado en una espiral ascendente del progreso. El mito del mejoramiento continuo está muerto y solo esperamos el punto final, aferrados con las garras a una cultura del nuevo y más brillante consumo, que siempre se actualiza. Algo similar se podría decir de la cultura de la Guerra Fría, obsesionada con el apocalipsis nuclear. Pero la manía escatológica actual tiene algo diferente y más difuso que en aquel entonces, ya que no puede ser achacada a un enemigo externo geopolítico. Sino que simplemente parece hablar del deseo de destrucción de nuestra raza entera, algo intrínseco a nuestra humanidad, empeñada en dejar una cáscara humeante de este planeta. 

 

2. The Walking Dead

The Walking Dead es, como menos, una serie fastidiosa y, como máximo, totalmente insoportable. TWD funciona en la premisa de que el verdadero enemigo de la humanidad es la humanidad misma y su insaciable hambre destructora. Los zombies, rápidamente, se convierten en una excusa para que cada uno de los personajes demuestre las profundidades de su inhumanidad y odio al prójimo. Los muertos simplemente te acorralan y te dan libertad para dar rienda suelta a tu espanto, tu deseo de muerte, control, destrucción o salvajismo. 

El problema de The Walking Dead es, por un lado, su interminable extensión narrativa. Un comic que lleva más de 150 números y una serie que va por su temporada seis. Ambos grandes éxitos sin ningún tipo de perspectiva de finalización, justamente por ser grandes éxitos. Y ambas sin percatarse, aparentemente, de que la solución final, el desenlace esperable para la historia que cuentan es una de dos: o todos mueren y la tierra se vuelve un territorio deshabitado, o de alguna manera se logra reconstruir una sociedad funcional sobre las bases de lo destruido. Y, nobleza obliga, el comic parece estar apuntando a la segunda opción, aunque mostrando con lujo de detalles todas las dificultades y retrocesos inherentes a un proyecto como ese. Son las dos opciones base de desenlace de la narrativa pos-apocalíptica. 

Pero la morbosidad con la cual TWD se solaza en la maldad humana, y con la cual, además, nosotros también la consumimos y seguimos con fruición, también determina cierto estado de cosas en el territorio imaginal. Construir una sociedad nueva es difícil, por cierto, pero parecería que a nosotros, además, nos parece que el esfuerzo no vale la pena con el material disponible hoy por hoy. Y que primero hace falta una purga. Y después hace falta construir una sociedad sobre bases estrictamente darwinistas y autoritarias como las planteadas frecuentemente por Rick Grimes.

 

3. A Canticle for Leibowitz

Cuando Walter M. Miller escribió este libro, la civilización humana se encontraba presa por completo del pánico a la guerra nuclear. Miller, que había formado parte de un escuadrón de bombarderos en la Segunda Guerra Mundial, había observado de primera mano (al igual que Kurt Vonnegut) la destrucción de ciudades enteras y bellos monumentos a la mente y la creatividad humana en una lluvia de fuego. De hecho, en uno de sus raids de bombardeo participó en la destrucción del Monasterio de Monte Casino, fundado por San Benedicto en el siglo VI. Ese incidente le dio la idea para la novela, en la cual un grupo de monjes de la Orden de San Leibowitz conserva y preserva la cultura humana, los pocos restos que de ella quedan, luego de un apocalipsis nuclear. La novela sigue la lenta reconstrucción de la civilización humana a lo largo de siglos y (spoiler alert) su destrucción final en otra guerra nuclear, con los hombres incapaces de aprender nada de las experiencias pasadas. 

El libro recuerda mucho, por supuesto, al otro gran momento en el cual la Iglesia Católica y sus monjes se dedicaron a preservar la civilización occidental: la Edad Media y las épocas oscuras posteriores a la caída del Imperio Romano. Como en aquel entonces, Miller presenta a la Iglesia como una mezcla de progresismo y arcaísmo, rutinas heredadas y transmitidas de forma acrítica, incomprensión de algunos textos y técnicas pre-catástrofe (hace falta, también, otro Renacimiento para que vuelva la energía nuclear), fuerte jerarquía y conflicto entre su institución como un todo y el surgimiento del estado como organización política que se hace cargo de las funciones que antes eran propias de la iglesia: la innovación y la preservación.

La novela de Miller no es pesimista ni optimista, es más bien cíclica y recurrente. Es, además, amablemente arcaica. Las preocupaciones que tiene son preocupaciones de un momento en el cual el gran problema era el enfrentamiento político trasladado a lo militar y la eliminación de esas condiciones podía brindar una solución al conflicto bélico e ideológico. Si bien Miller propone como salida final un nuevo apocalipsis, también hay cierta confianza en la capacidad reconstructiva del género humano. Lo que no hay es fe en la capacidad para que la historia no se repita. Hoy la única solución posible es el escape de la misma Tierra que nos dio cobijo y nos permitió desarrollarnos como especie.

 

4. Snowpiercer 

La alternativa del colapso ecológico es presentada en la última película del coreano Boon Joon-Ho. En ella, los restos de la humanidad viajan por el mundo en un tren que no se detiene jamás, el Snowpiercer, luego de que un intento de modificar el clima del mundo para combatir el calentamiento global causace una nueva edad de hielo. 

La película es, por un lado, otro eslabón brillante en la carrera de Joon-Ho, que combina su peculiar interés en la mezcla de géneros y estilos (comedia, ciencia ficción, crítica social, policial, romanticismo grand-guiñolesco) aplicada a una fábula sobre la destrucción del planeta. Por otro lado, la película es una crítica a la división de clases y al capitalismo realmente existente. La división del tren en el cual viajan los últimos desafortunados supervivientes de la raza humana es espacial: atrás están los pobres, hacia delante se encuentra algo parecido a la clase media; en la cabeza del tren, cerca de la máquina que lo impulsa se encuentran los ricos, que se solazan consumiendo productos de primera categoría y escuchando violinistas y pianistas mientras que la parte de atrás del tren solamente consume cabezas de pescado y engrudo horrible. Algo que recuerda a la implementación del turismo y el transporte masivo como otra forma de compartimentar los ingresos de las personas y de organizarlos de acuerdo a su capacidad económica a la vez que se los traslada y ordena  en lugares donde supuestamente todos eran iguales, porque todos participaban del fenómeno vacacional y estaban lejos de sus trabajos.

El protagonista, un Chris Evans excelente como siempre, debe luchar para llegar  al frente, confrontar al arquitecto de esta última arca de la humanidad y cuestionar la división del tren. Lo radical de la película (al menos para mi gusto, otros encontraron su caricatura de la humanidad poco creíble o fastidiosa) es que finalmente la decisión tomada por su protagonista es volar todo por los aires. Nada de negociación, nada de cambiar el sistema desde adentro, nada de mantenerlo funcionando con la idea de que algún día todo sea mejor. Volar el tren por los aires y que la humanidad sobreviva o muera de acuerdo a sus propias capacidades. La última imagen del film muestra a un niño y una adolescente, únicos supervivientes, observando a un oso polar en un paraje helado, los restos de la labor humana humeantes a su lado. Sin responder a la pregunta sobre su capacidad para volver a fundar la sociedad.

 

5. YACHT

YACHT es el proyecto musical de Claire Evans y Jonah Bechtolt, músicos y artistas polifacéticos de Los Ángeles. Es una banda que mezcla sintetizadores, electrónica, música pop de los años ochenta, experimentos cromados, grandes canciones muy gancheras y a veces épicas; con una preocupación por el futuro, la ciencia ficción, los mundos paralelos, la vida después de la muerte, la utopía científica y tecnológica, la posibilidad del fin del mundo.

La banda originalmente era el proyecto de Bechtolt, quién lo tomaba más bien como una usina productora de electrónica tirando a abstracta. Luego se incorporó Evans, quien además es su pareja, y con ella la banda comenzó a incorporar preocupaciones propias de la escritora y artista visual, que también se desempeña como editora de blogs de tecnología y futurismo y es una suerte de investigadora sobre la ciencia ficción. 

El disco que sacaron en el año 2011 Shangri-La es una exploración sobre los conceptos opuestos de la utopía y la distopía, la posibilidad de una vida mejor y también la amenaza de la muerte total de la especie. En 2013 tuve la posibilidad de entrevistar a Claire y me dijo: “Todo el mundo sabe, en algún nivel, que el colapso ecológico no es una imposibilidad, que el crecimiento poblacional y el sufrimiento y la guerra y la escasez de agua y comida son preocupaciones crecientemente inminentes. Hay una amplia culpa cultural sobre esto. En las películas nos castigamos a nosotros mismos y buscamos la redención al mismo tiempo.” Y también: “Yo creo que el futuro de la humanidad aún tiene mucho que ver con el espacio – inevitablemente, si vamos a sobrevivir como raza, debemos abandonar nuestro planeta algún día”. 

Su disco más reciente, I Thought The Future Would Be Cooler, del año pasado, es una exploración de ese tema: como el futuro que tenemos no es el futuro que queríamos, como reemplazaron las promesas de exploración, innovación, mejoramiento, cambio, más democracia y más igualdad por nuevos aparatos, por nuevas aplicaciones y por más desigualdad y narcisismo. El primer tema, una odisea techno pop de siete minutos titulada “Miles and Miles”, describe como se ve la tierra desde el espacio para alguien que está viviendo en un satélite. Como el horizonte aparece a lo lejos, como el sol ilumina la “casa vacía” en la que viven los astronautas, como pasaron 200.000 años de vida en la tierra y no hemos dejado ni siquiera una marca sobre ella. Y, básicamente, como reza el estribillo, la vida sigue igual, siempre igual, los hombres nacen, viven, mueren, continúan con su fútil existencia, aunque estén viviendo en una cápsula brillante y metálica que flota sobre lo que alguna vez fue nuestro hogar. La canción no explicita si la tierra ha sido destruida, el porqué ese cosmonauta (y su familia, y sus amigos) está abandonado orbitando, girando en la inmensidad del espacio. Pero el motivo más evidente, quizás, es: porque la hemos destrozado. 

 

6. 2012

Los mayas, supuestamente, tenían una profecía que decía que a partir del 2012 el mundo iba a “terminar”. En realidad, bien leída, la “profecía” simplemente marca el fin de un largo ciclo de 400 años en su calendario prolongado y el inicio de una nueva etapa. Nada que ver con el fin del mundo. Pero sin embargo, la civilización occidental se obsesionó con la fecha y con la posibilidad de que, por una vez, ALGO cambie en sus (nuestras) vidas. Por supuesto que nada pasó. El año 2012 vino y se fue sin ningún tipo de modificación en la vida de nadie. Seguimos aquí, atrapados en este planeta y en esta etapa de la historia.

Pero eso no iba a detener a Roland Emmerich de hacer una película. Estrenada en el 2009, como una especie de salvo de alerta, 2012 es una película catástrofe que cuenta con lo que las películas catástrofe de los setentas no tenían: la tecnología digital y el presupuesto de puta madre para poder romperlo todo. Sus antecesoras siempre se concentraron en la interacción entre personalidades diversas encerradas en un lugar que está a punto de ser destruido (un edificio, un avión, un barco). Y esta no es la excepción, colocando a muchos personajes, bastante estereotipados, pero con personalidades variadas, en situaciones límite. 

¿Pero qué pasa cuando el lugar que va a ser destruido es todo el planeta Tierra? ¿Adónde escapás? ¿Cuándo las placas tectónicas se abren y dejan ver las fauces encarnizadas del corazón de magma terráqueo? Lo más memorable de la película (que no tiene muchas cosas memorables, en realidad) es la escala de la destrucción que se ve en pantalla, con ciudades enteras doblándose como acordeones, enormes transatlánticos siendo devorados por las olas, montañas enteras derrumbándose, el terremoto tan prometido de Los Ángeles y California descargando toda su furia contra pequeñas figuras humanas ante las cuales desaparecen calles, negocios, autos, colectivos, el mismo cartel de Hollywood. El gigantismo de la destrucción, escenificado por el mismo sistema que lo está implementando. Por la lógica del blockbuster, por una película que gasta y recauda millones mientras nadie hace nada por detener aquello que representa.

Como dicen Martha And The Vandellas: “Nowhere to run, baby / Nowhere to hide”.

 

7. The Invisibles

The Invisibles es una de las obras más significativas del escritor escocés de comics Grant Morrison. Morrison es conocido por sus experimentos con las drogas, su amor por la meta-narrativa, su obsesión con la historia y la implementación presente del género de superhéroes y sus reinterpretaciones de los personajes más famosos, llevándolos a un terreno de psicodelia, color e innovación. 

Esta obra, escrita durante los 90s, narra la historia del enfrentamiento entre una célula de anarquistas-terroristas-pop (los Invisibles del título) contra una conspiración que reúne a los poderosos (reyes-millonarios-oligarcas-aristócratas) junto a seres extrañísimos y cthulhianos de otra dimensión con nombres como King Of Tears, King In Chains y Mister Quimper. Un clásico enfrentamiento entre grupos radicales y supuestamente alineados con la liberación humana y las fuerzas del conservadurismo y la reacción, que Morrison va progresivamente complicando, borroneando, confundiendo, hasta que parece que ambos grupos son dos partes necesarias y complementarias en una especie de gran proyecto para llevar a la raza humana a un nuevo estadío de conciencia. Algo muy similar a lo que propone Moore en Promethea (y no por nada Morrison y Moore son los dos guionistas más significativos, creativos e influyentes del comic yankee actual y, además, como en toda buena rivalidad de iguales, se odian). 

El clímax de la obra, en el último número, transcurre en el año 2012 en la fecha señalada por el calendario maya. Uno de los protagonistas se encuentra en la calle consolando a un amigo que va a morir, habla a los lectores y nos brinda lo que es el mensaje final de la obra: “Hicimos dioses y carceleros porque nos sentíamos pequeños y avergonzados y solos. Dejamos que nos prueben y nos juzguen y, como ovejas en el matadero, permitimos ser sentenciados. ¡Mira! ¡Ahora! Nuestra sentencia se terminó”. En la última página, los dibujos se acercan a Jack Frost, nuestro narrador, a medida que nos brinda esta enseñanza y luego se concentran en las letras mismas, en los trazos sobre la página, que se agigantan sobre un fondo en blanco hasta que se centran en el punto final, marcando no solo el fin de la humanidad como la conocimos, sino también de la narrativa.

El día en que debería haber acabado el mundo, de acuerdo a The Invisibles, estábamos con algunos amigos en Twitter. No muchos. Dos o tres. Y de pronto nos acordamos. Y nos pusimos a charlar sobre qué estábamos haciendo en el momento en que leímos el comic por primera vez, que cosa interpretamos de ese final, que nos marcó de la serie, que rescatamos y sentimos más propio de la obra de Morrison. Un rato nomás. Después pasamos a otra cosa. Fue un lindo momento nostálgico. Al día siguiente nos despertamos, fuimos a trabajar, y el mundo siguió girando.

 

Este texto forma parte del dossier "Estéticas del fin de los tiempos" del número doble de Revista Mancilla 12/13. La edición incluye también textos sobre Amistad y Política, Artes visuales de los 2000 y una extensa entrevista a Marcelo Cohen, entre otras. El sábado 23 de julio a las 19.30hs en Varela Varelita (Scalabrini Ortíz y Paraguay, CABA) la presentan Máx Gómez Canle, Diego Caramés y Mario Cámara. 

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