Novelas largas
Viernes 18 de setiembre de 2015
Elvio Gandolfo compiló en La mujer de mi vida (Letra Sudaca) las columnas que escribió en la revista homónima y pueden leerse como una autobiografía del lector. Brillante, ocurrente, profundo, Gandolfo trata a la literatura con astucia y sin reverencia. Y deja preguntas que exigen respuestas. Publicamos aquí el artículo de abril de 2007.
Por Elvio Gandolfo.
Hay un momento en que uno odia la computadora: cuando empieza a conectarse con Internet, y la barra azul al pie de la pantalla avanza con una lentitud mortal, milésima de milímetro a milésima de milímetro. Muchas veces eso termina en que el contacto con el sitio elegido se interrumpe con cualquiera de esos carteles medio incomprensibles y superfrustrantes del aparato, que incluyen posibilidades de resolver el trancazo que rara vez funcionan.
Algo parecido me pasa con muchas de las novelas largas que he tratado de leer últimamente. Eso me puso a pensar en un capítulo de ese diario o autobiografía que nunca escribí. El capítulo sobre el tema se titularía: «Libros largos que leí (y otros que no)». Cuando hago la cuenta, la cantidad de libros largos que empecé y no terminé es muy superior en los últimos quince años, digamos.
Primero, los que sí leí y que dejaron su marca. En dos vacaciones sucesivas, cerca del final de la adolescencia, despaché el Ulises de Joyce en una, y Gran Sertón Veredas de Guimaraes Rosa, en la otra. Gran pelotazo en la frente. Después, como el gil de goma que era en ese entonces, tratée escribir un segundo Ulises que iba a empequeñecer el primero. Por suerte me di cuenta a tiempo, tiré más de la mitad del material que llevaba escrito, y me quedó una de mis cortas novelas cortas (o así llamadas nouvelles). Comparativamente, cuando me llegó el momento de leer Sobre héroes y tumbas, bastante larga, me la despaché con la facilidad de quien se come un paquete de galletitas Terrabussi. Y me dejó más o menos la misma marca, en la memoria y el paladar.
Años después, ya iniciado en el fanatismo de Georges Perec, empecé a leer, digamos en abril, La vida, instrucciones de uso. Me tranqué, reempecé, transpiré como un beduino, y
llegué a cincuenta páginas, a sesenta. Me di cuenta de lo que pasaba, al menos esa vez: la novela me exigía que le diera bola, no podía leerla entre otros libros. Birlé buena parte del tiempo playero de un mes de vacaciones, y la devoré, y me partió la cabeza.
Pero después empezaron los problemas verdaderos. Admiro los mejores textos de David Foster Wallace con la misma unción con que detesto los peores. Pero cuando se trata de La broma infinita, su muy compleja novela de más de 1200 páginas, confieso dos cosas contradictorias: a) estoy seguro de que está entre lo mejor que escribió; b) no pude, y dudo que pueda terminarla alguna vez. A la larga, también veo alejarse la posibilidad de que termine V y El arcoiris de la gravedad de Thomas Pynchon; aunque paradójicamente pienso terminar alguna vez Mason & Dixon. La diferencia es simple: tiene emoción y humor humanos. Las otras dos se enganchan tanto con tramas paranoides y chistes en capas sucesivas que mejor salgo un rato a caminar.
Hay un par de novelas argentinas muy largas en las que seguramente estamos pensando, ustedes y yo, pero no las nombraré. En todo caso sí, cuando las termine.
Mi amigo Felipe, con quien hablamos horas de libros (y a quien le envidio su lectura completa de La broma infinita, en dos o tres noches de cuidar a su madre enferma), sostiene que el momento de las novelas largas ya pasó. Insidioso, yo insisto en que tengo ganas de releer el Ulises. Él me mira con ojos astutos, entrecerrados. No dice una palabra, pero si traduzco el gesto, claramente dice: «Si la terminás, avisame. La época de las novelas largas ya pasó». Y sale a fumar a la vereda del restaurante donde estamos hablando, como dispone la legislación vigente sobre ese otro vicio.
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