Niño
Por Pascal Quignard
Martes 05 de setiembre de 2017
"Quien tiene un secreto tiene un alma", sabe el escritor francés Pascal Quignard, autor de El origen de la danza (Interzona), libro del que se toma este texto. Violonchelista, fundador del Festival de Ópera y Teatro Barroco de Versalles, entre otras cosas, en 1994 abandonó todos los cargos públicos y se aisló para dedicarse a escribir.
Por Pascal Quignard. Traducción de Silvio Mattoni.
—¡No olvides lo que nos debes!
Era un niño. No se olvidaba pero ya no sabía de qué se trataba. No lograba comprender lo que sus padres le reprochaban tan tenaz¬mente. Buscaba en los arbustos, en las zanjas, en los cajones, en los libros lo que se había perdido. Vagaba casi al azar. Los animales le preguntaban:
—¿Adónde vas?
Entonces, sin saber qué contestar, les preguntaba a su vez:
—¿Tienen idea de la deuda que contraje con ellos? ¿Tienen idea de lo que les debo?
Los animales le respondían:
—¿Cómo quieres que lo sepamos? Tú debes pensarlo. Esfuérzate. Tal vez sea un tesoro. O quizás se trata de algo mucho más personal que te habían confiado y que extraviaste. ¿Acaso perdiste su recuerdo?
Aterrado por la severidad de sus padres, temía encontrarse junto a ellos. Perdía la compostura cuando estaba frente a ellos. Apenas alzaba la vista y enfocaba sus ojos en sus pupilas, sentía miedo. Nunca sabía a qué atenerse. Hacía como que buscaba con mucha atención, sin controlar su pena, la cosa misteriosa que probable¬mente había perdido. De hecho, todo el tiempo sentía la garganta oprimida. No lograba salir del paso. No sabía de qué había que ente¬rarse. Estudiaba pero no retenía nada. Farfullaba por todas partes pero no lograba más que lastimar sus rodillas, más que ensuciar el interior de sus uñas.
Un día le dijeron:
—No queremos verte más. Es muy sencillo: te prohibimos que vuelvas a la casa hasta que no nos lo hayas devuelto.
Entonces se fue. Caminó. Se fue muy lejos. Escudriñó montes y valles, bosques y campos, cuevas, costas, sótanos, establos, suburbios, aldeas aisladas, ciudades destruidas, bibliotecas, museos, ruinas. No encontró nada. No entrevió nada en medio de todas las cosas que desenterraba. Ya ni siquiera veía muy precisamente lo que veía, porque algo nublaba su vista o bien la deslumbraba. No sabía cómo proceder. Todo el lenguaje zumbaba en sus oídos y tampoco le servía de gran cosa. Sus preguntas seguían siendo vanas cuando tenía la audacia de plantearlas. Tenía cada vez más hambre. Hacía cada vez más frío. De repente cayó la noche. Cuando la oscuridad invadió el lugar, se encontraba caminando, pero un momento después, encima de la noche, empezó a caer la lluvia. Crepitaba a sus pies. Frente a él se extendía un lago. En el suelo, a la orilla del agua, en el contorno del lago, había pequeños brotes de arroz silvestre que apenas se veían en la oscuridad y que la lluvia plateaba.
La lluvia era increíblemente copiosa y violenta.
Era una lluvia helada mezclada con granizo que golpeaba las mejillas y los labios como si fuese un vendaval de escarcha. En un instante se encontró empapado hasta los huesos. Tiritando, fue a refugiarse al pie de un roble inmenso. Su copa era magnífica. Bajo el follaje enorme, había tantas hojas superpuestas unas sobre otras que ahí también había una oscuridad casi total. Las gotas de lluvia no llegaban hasta el pie del árbol y sin embargo la oscuridad que lo envolvía era tan impenetrable que no hacía mucho menos frío que bajo la lluvia helada. Pero al menos estaba en lugar seco. Acurrucado contra una gran hendidura que había en el tronco, que formaba un bulto a la manera de una almohada, se durmió. Su aliento proyectaba una ligera bruma cálida sobre sus labios, y luego cada vez menos bruma. Murió de frío.