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Los tigres de la memoria

Por Martín Kohan

El prólogo a la reedición de Los tigres de la memoria, de Juan Carlos Martelli, por Letra Sudaca. La novela ganó el Primer Premio Sudamericana-La Opinión en 1973 con un jurado compuesto por Rodolfo Walsh, Juan Carlos Onetti, Augusto Roa Bastos y Julio Cortázar. 

Por Martín Kohan.

Las referencias que, en el comienzo de Getsemaní (de 1964), hace Juan Carlos Martelli a Raymond Chandler y a Onetti exceden el gesto usual con que los escritores, sobre todo en sus textos primeros, suelen trazar sus coordenadas más significativas o dirigir a los lectores un guiño de entendimiento. Esos dos nombres, así dispuestos, establecen, casi en el inicio de una novela casi inicial, toda una poética de los textos de Martelli: un tono y una modulación que atravesarán su obra entera. Porque hay en varias de las narraciones de Martelli un despojamiento y una sequedad que parecerían inducir a lo directo, en la atmósfera descarnada de la tradición de los policiales negros. Pero esas formas se combinan, de manera ciertamente singular, con la opción por lo elusivo, por lo implícito, por lo difuso, por lo insinuado. No por nada, también en Getsemaní, pero ya hacia el final del relato, habla Martelli de una «necesidad de partir de la nebulosa hacia el filo de las cosas»; porque nebulosidad y filosidad en él se combinan y se potencian. Y no por nada, en La muerte de un hombrecito (de 1992), sostiene que «una alusión es mucho más feroz que una amenaza», porque Martelli consigue dotar a las palabras de la potencia de lo que es directo (tan directo como una amenaza) con la sugestión de lo que es indirecto (tan indirecto como una alusión). Martelli narra con la apariencia de lo que sería una mostración transparente, pero haciendo que esa transparencia se cargue de opacidades y de ambigüedad. Hay en sus novelas realidad y alucinación, pero no como planos contrapuestos o paralelos: lo que sucede como realidad (realidad «a jirones», evocada «entre agujeros») se comprende como alucinación o por medio de una alucinación.

Los tigres de la memoria responde a esas premisas. Premiada en 1973 por un jurado que integraron Juan Carlos Onetti, Augusto Roa Bastos, Julio Cortázar y Rodolfo Walsh, descarta el mero contar «historias translúcidas», para guiarse tanto mejor por los «recuerdos (que) vuelven a ser confusos» de una memoria que «siempre ha sido confusa y traicionera»: contempla un ataque de la irrealidad, toma la perspectiva del que «creía estar hundido en una alucinación». Martelli vuelve a conjugar así las nítidas crudezas con la desfiguración. Con todo sucede un poco lo mismo que con esas «cosas» que, desde un comienzo, se guardan en un depósito: son tan concretas como la propia palabra «cosas», y a la vez, en cierto modo, porque nunca terminamos de saber qué son, se tornan un tanto abstractas, se contagian de lo fantasmal.

Así serán también, en la novela, la violencia, el odio, el asco, la muerte, el poder por el que se lucha. Toda la literatura de Martelli está hecha con esos materiales, economía dispar de intimidaciones y repugnancias, de crímenes o de humillaciones. El imperio de la muerte («es imposible escaparse de la muerte», se dice en Getsemaní, menos en el sentido de la tragedia clásica que en el sentido de la lógica del gangsterismo) y el poder como forma de encumbramiento (como cuando en El Cabeza, de 1977, se empieza exclamando: «Soy el poder») o como recurso de los miserables (como cuando en Los tigres de la memoria se dice «una lagartija con poder») definen sus atmósferas cargadas de conflicto y de tensión.

El miedo es en Los tigres de la memoria algo que puede incluso olerse («Olía a miedo y a lujuria»), es algo a lo que se puede incluso temer («Teme el regreso del miedo. Teme que el miedo no lo abandone jamás»). El juego de la muerte se ha convertido en la vida misma. Por eso todo se vuelve tan opresivo en la novela, tan transido de claustrofobia incluso estando en espacios abiertos; porque parece imposible renunciar, salirse de los negocios sucios, escaparse a otra vida, retirarse.

Cada libro de Juan Carlos Martelli funciona como un pequeño tratado (pequeño pero denso) sobre la lealtad y la traición. Pero no como una sencilla antinomia, sino en ese punto insondable en el que, como en el famoso final de El juguete rabioso de Arlt, se entreveran y se implican. Hay traición pero es sabida, como cuando en Getsemaní se dice: «Usted me traicionará»; o aceptada, como cuando en La muerte de un hombrecito se dice: «Nos había denunciado y, en el fondo, se lo agradecíamos». La traición se vuelve ella misma un destino, algo tan inexorable como la muerte; por eso puede ocurrir que se la admita o, más aun, que se la exija, como cuando en El Cabeza se dice, con toda la carga paradojal del caso: «Traicioname». En Los tigres de la memoria, concretamente, la traición puede llegar a ser la única forma de salvarse («Te estuve agradecido, Cralos. Pensé que al traicionarme, me habían salvado»). Pero, ¿qué puede significar salvarse, en un mundo de puros condenados? ¿Y qué puede significar la traición, en un mundo en el que la verdadera lealtad ya no existe? Juan Carlos Martelli decide hacer a un lado las metáforas y los simbolismos, hacer a un lado aun el delirio («También he comprendido la inutilidad del delirio»), para anclarse más fuertemente en la historia y en lo real. Una resolución literaria que apunta a mitigar el registro de prosa poética o las alegorizaciones de algunos textos precedentes, en una tendencia que dos años más tarde subrayará en Gente del sur: dejar atrás el lenguaje poético, especificar concretamen te: «No hago juegos de palabras» (los juegos del lenguaje volverán, aunque muy transformados, en Debajo de la mesa, de 1987).

Este ajuste es decisivo en la escritura de Martelli. Porque, una y otra vez, sus historias turbias de negocios más que turbios, sus equívocos escenarios de fronteras y prostíbulos, sus concentrados narrativos de delitos y aprietes y hampones, encuentran una correlación (compleja y contradictoria) con el vértigo de la acción política. Y entonces el contrabando va a ser también tráfico de armas para suministro de la guerrilla, en El Cabeza. Las violencias sin sentido de los ajustes de cuentas en Getsemaní van a buscar un sentido en el pasado de la lucha armada revolucionaria. La cárcel en Gente del sur va a remitir a los presos políticos, y las fugas no van a ser sino exilio de los perseguidos por la represión. Los matones que intimidan en La muerte de un hombrecito han practicado su prepotencia en los grupos de tareas de la dictadura: de ahí provienen.

De este modo, Martelli les otorga otra resonancia y otro espesor a la violencia, al miedo, a la muerte, al fuera de la ley, a la acción del Estado, a la traición y a la fuga. Las tramas se complejizan por medio de esa otra dimensión, la de la militancia y la represión, la de la lucha revolucionaria y la guerra. Los tigres de la memoria se afirma fuertemente en ese movimiento crucial. En el espectro de variaciones sobre el tema de la traición, hay una que se recorta: la de Juan Domingo Perón a los jóvenes que creyeron en él. Y respecto de la violencia vana del «aventurero» «sin ideología», se advierte otra violencia, la de la revolución, y una ideología, la de la militancia política de ese tiempo. Martelli traba narrativamente una cosa con la otra, y la originalidad que cobra en eso Los tigres de la memoria mantiene una plena vigencia, y torna indispensable esta nueva reedición. Martelli traba una cosa con la otra, así como va a trabar igualmente las intervenciones policiales activadas como persecución del delito (con visible inoperancia casi siempre, por cierto) con las activadas con el propósito de reprimir toda participación política.

Los tigres de la memoria se publicó en 1973. Leerla en clave de profecía, como novela de anticipación de lo que pasaría pocos años después, resulta menos interesante que leerla como lo que es: un libro de 1973, y de lo que ya por entonces pasaba.

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