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La firma

Jueves, día de ficción. Compartimos uno de los cuentos que forman parte de Calles y otros relatos, de Stephen Dixon (traducción: Martín Schifino), novedad de junio de Eterna Cadencia Editora.

dixon

Mi mujer muere. Me he quedado solo. Le beso las manos y salgo de la habitación del hospital. Un enfermero me sigue por el pasillo.

–¿Va a hacer los trámites relacionados con la difunta?–dice.

–No.

–¿Y qué quiere que hagamos con el cuerpo?

–Crémenlo.

–No es nuestra función.

–Dónenlo a la ciencia.

–Tendrá que firmar los documentos pertinentes.

–Dénmelos.

–Lleva tiempo prepararlos. ¿Por qué no aguarda en la sala de espera?

–No tengo tiempo.

–¿Y sus artículos de tocador y su radio y su ropa?

–Tengo que irme. –Llamo al ascensor.

–No puede irse.

–Me estoy yendo.

Llega el ascensor.

–¡Doctora, doctora! –le grita él a una médica que examina unos expedientes en el puesto de enfermería. La doctorase pone de pie.

–¿Qué pasa, enfermero? –dice. La puerta del ascensor se cierra. Se abre en varios pisos antes de llegar al hall de entrada. Me dirijo al exterior. Hay un guardia de seguridad sentado junto a la puerta giratoria. Parece un policía común y corriente, salvo por el pelo, que le llega hasta debajo de los hombros; además, tiene barba. No es el caso de la mayoría de los policías, quizá de ninguno. Recibe un llamado en su walkietalkie mientras me meto en uno de los cuadrantes de la puerta giratoria.

–Laslo –le dice al aparato. Ya estoy fuera–. Eh, usted–dice. Me doy vuelta. El hombre asiente y me señala y me indica con gestos que vuelva. Cruzo la avenida en dirección a la parada de autobuses. Él sale y se mete el walkie talkie en el bolsillo trasero y se me acerca mientras espero el autobús.

–Quieren que vuelva arriba a firmar unos papeles–dice.

–Tarde. Está muerta. Estoy solo. Le besé las manos.

Que se queden con el cuerpo. Quiero alejarme de aquí lo más posible.

–Me pidieron que lo escoltara de regreso.

–No puede. Estamos en la vía pública. Hace falta un policía municipal para escoltarme de vuelta al hospital y aun en ese caso no estoy seguro de que tenga derecho a hacerlo.

–Voy a buscar uno.

Llega el autobús. Se abre la puerta. Tengo el importe exacto. Subo y pongo las monedas en la máquina.

–No lleve a este hombre –le dice el guardia al conductor–. Le han pedido que vuelva al hospital. Un asunto relacionado con su mujer, que es o era una paciente, aunque no sé por qué razón exacta lo necesitan.

–No he hecho nada –le digo al conductor, y me siento en el fondo del autobús. Una mujer sentada delante de mí dice:

–¿Por qué se detiene el conductor? El semáforo no está en rojo.

–Mire –le dice el conductor al guardia–, si no tiene cargos o una orden judicial contra este hombre, creo que mejor me voy.

–¿Podría poner en marcha el autobús? –dice un pasajero.

–Sí –digo, impostando la voz para que piensen que no soy yo, sino otro pasajero–, tengo un compromiso importante y llevo diez minutos de retraso porque usted conduce como una tortuga y se entretiene por el camino.

El conductor se encoge de hombros ante el guardia.

–Suba o quédese abajo, compañero, pero, a menos que consiga algún tipo de autoridad oficial para detener el autobús, tengo que terminar el recorrido.

El guardia se sube al autobús, paga el boleto y se sienta a mi lado cuando el autobús arranca.

–Voy a tener que quedarme con usted y reportarme, si no le molesta –me dice. Toca un botón de su walkietalkie y dice:

–Aquí Laslo.

–Laslo –dice una voz–, ¿dónde diablos estás?

–En un autobús.

–¿Qué haces ahí? Aún no termina tu turno.

–Estoy con el hombre que me pidieron que interceptara en la puerta. Es que logró pasar la puerta. Intenté detenerlo afuera, pero dice que para eso hace falta un oficial de policía porque está en la vía pública.

–Podrías haberlo agarrado en la vereda.

–Sucedió en la parada del autobús.

–Entonces tiene razón. Mejor evitar que nos levante cargos.

–Es lo que pensé. Así que traté de convencerlo de que volviera. Se negó. Dijo que besó las manos de una mujer y que podemos quedarnos con el cuerpo. No sé a qué se refiere, pero quería transmitirlo todo antes de alejarme demasiado y que perdamos contacto por radio. Se subió a este autobús. El conductor entendía mi pedido de no arrancar, pero dijo que sería ilegal ayudarme a atrapar al hombre y que además él debía completar el recorrido. Así que subí al autobús y ahora estoy sentado junto al hombre y bajaré en la próxima parada si eso es lo que quieren que haga. La verdad, no sabía cuál era la mejor forma de cumplir mis órdenes en esta situación, así que decidí quedarme con él hasta recibir instrucciones.

–Hiciste lo correcto. Déjame hablar con él.

Laslo sostiene el walkie-talkie frente a mi boca.

–Hola –digo.

–Los formularios que autorizan a donar el cuerpo de su mujer al hospital para que se hagan investigaciones y posibles transplantes ya están listos, señor, así que, ¿podría regresar con el oficial Laslo?

–No.

–Si cree que será una experiencia emocional muy dura regresar, ¿podríamos encontrarnos en otro lugar donde pueda firmar?

–Hagan lo que quieran con el cuerpo. No quiero saber nada de ella nunca más. No volveré a pronunciar su nombre. No regresaré a nuestro departamento. Dejaré que nuestro auto se pudra en la calle hasta que se lo lleve la grúa. Este reloj. Me lo compró ella y hasta lo usó unas cuantas veces. –Lo arrojo por la ventana.

–Ey, ¿por qué no lo pasa para aquí atrás? –dice un hombre.

–Estas ropas. Ella compró algunas, las remendó todas.

–Me quito el saco, la corbata, la camisa y los pantalones y los tiro por la ventana.

–Estos calzoncillos me los compré ayer –le digo al guardia–. Me hacían falta unos nuevos. Ella nunca los tocó, así que no me importa dejármelos puestos. Pero los zapatos no los quiero. Ella incluso les puso los tacos con un aparato de zapatería que compró de segunda mano.

–Me quito los zapatos y los lanzo por la ventana.

El autobús se ha detenido. Todos los pasajeros se han bajado, salvo Laslo. El conductor está en la calle buscando, estoy seguro, a un oficial o una patrulla de policía.

Me miro las medias.

–De las medias no estoy seguro.

–Déjeselas –dice Laslo–. Parecen buenas y me gusta el marrón.

–Pero, ¿las compró ella? Creo que me las regaló para mi cumpleaños de hace dos años, cuando me dio una canasta de picnic que contenía una docena y pico de medias de colores distintos. Sí, estas son de aquellas –y me las quito y las arrojo por la ventana–. Por eso intenté y aún tengo que irme de la ciudad lo antes posible.

–¿Has oído? –dice Laslo frente a su walkie-talkie, y el hombre al otro lado dice:

–Sigo sin entender.

–Verá –digo en el walkie-talkie–, pasamos muchos años juntos aquí mi mujer y yo, toda nuestra vida de adultos. Estas calles. Aquel puente. Aquellos edificios. –Escupo por la ventana–. Puede que hasta este autobús. Tomábamos muy a menudo esta línea. –Trato de arrancar el asiento de adelante, pero no se mueve. Laslo me pone las esposas en las muñecas–. Esta vida –digo, y me rompo la cabeza contra la ventanilla.

Llega una ambulancia y me lleva al mismo hospital.

Me ingresan en urgencias y me ponen en una camilla en la misma sala adonde la llevaron a ella la última vez, antes de mudarla a una habitación semiprivada. Un funcionario del hospital entra mientras los médicos y las enfermeras me quitan con pinzas las últimas astillas de vidrio de la cabeza y me cosen.

–Si sigue interesado en donar el cuerpo de su mujer –dice–, nos gustaría resolver el asunto mientras aún haya tiempo para que sus órganos sean usados por algunos de los pacientes que están arriba.

–No, no quiero que nadie ande caminando por ahí con partes de mi mujer para que me lo cruce y quizá las reconozca el día menos pensado –digo, pero él me toma la mano con la que escribo y guía mi firma.

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