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Ficcion

Huérfano

El segundo cuento elegido por Hernán Ronsino es de Ricardo Mariño, y está incluido en Silbidos en el cielo (Editorial Mascaró, 1988). El personaje de "Huérfano", como explicó Ronsino, todavía mira el mundo desde cierta inocencia.

Por Ricardo Mariño.

Vi a mi amor cuando subía con la olla en la mano. Al llegar al extremo de la escalera apoyó el reci­piente en el techo del baño, pasó ella misma al techo y lentamente fue vertiendo el agua dentro del tanque. El primer chorro hizo ruido como de bolitas de acero que golpeaban contra el fondo metálico. Dejó la olla a un lado y se irguió, tomándose la cintura y mirando hacia arriba, donde el sol se ocultaba dando un tinte cobrizo a las copas de los árboles y trazando finas rayas rojas en los techos de zinc. Bandadas de patos surcaban el cielo, sus graznidos eran el silbido de un viento imper­ceptible y yo estaba henchido de amor, tronando, exi­giendo ayuda al dios del cual me animaba a descreer mi abuelo.

—Te vas a bailar, Teresa —le dije desde nuestro patio, casi gritando.

—Qué hacés, Mario —saludó—. Sí, a ese lu­gar nuevo —se tiró atrás el pelo y en el mismo gesto volvió su mirada a nuestro patio. Dijo que calentaría otra olla y emprendió el descenso.

—¿Qué? ¿Un lugar nuevo? —me preguntó el viejo alcanzándome el mate—. ¿Cómo se llama? —y cuando se lo devolví me retuvo la mano para insistir—: ¿Qué hace esta chica? ¿Cómo se llama ese lugar?

—En el frigorífico —le contesté—, trabaja en el frigorífico.

—¿Con vos?

—No, abuelo, ¿qué, va a andar en los camio­nes?

Cuando volvió a subir se quejó del peso de la olla. Era ahora una figura totalmente oscura recortada sobre el cielo rojo. La brisa que empezaba a levantarse adhería el vestido a sus piernas.

 

—Decime, Teresa, ¿fumás vos? —le preguntó el viejo, asomando la cabeza por sobre la sombra de corredor, sin llegar a verla.

—¿Qué tal, abuelo?

—Bien, querida. Si fumás te pregunto.

—Ah, sí —sonrió—. Bah, a veces—. Al ter­minar de descargar el agua dijo que si no se apuraba ter­minaría bañándose con agua fría.

—Fuma —dijo el viejo, como si le costara creerlo—. ¿Cuántos años tiene?

—Dieciocho.

—Te lleva cinco. ¿Vos también vas a ir a ese lugar?

Me levanté y llevé la pava y el mate a la coci­na. Seguí de largo hasta la pieza y me acodé en el mar­co de la ventana. El callejón que se veía desde allí esta­ba en sombras y a cincuenta metros, donde se abría una calle, una vaca permanecía petrificada junto a la zanja. Se escuchó una radio. Imaginé la acrobacia del viejo para encenderla desde el sillón de ruedas. El locu­tor describía la quietud del agua en el Tigre y hablaba de las lanchas Paglietini: una chica sentada en el techo de la lancha con expresión ausente y el pelo dorado ba­tiéndose suavemente. El macho de la chica, yo, pero rubio, con los codos apoyados en una baranda, mi­rando la figura de la chica reflejada en el agua.

—¡Mario! —tose, ríe y grita el viejo—. ¡Con algún ricachón debe andar!

La chica del cumpleaños había arreglado la pieza que daba a la calle con fotos de artistas y papeles sobre las lámparas que proyectaban sombras de colores. En un rincón había una mesita con tortas y bebidas, confiada al cuidado de los tres hermanitos. Si alguien quería comer algo debía pasar por la aprobación de los tres, que a cierta altura de la fiesta insultaban a quien se acercaba por miedo a que estuviera consumiendo más de la cuenta. En el patio estaba el padre de la chica des­patarrado en un sillón de caña en compañía de una bo­tella vacía.

Bailando sometí toda la noche a una misma chica, fea y escasamente interesada en mi persona, a la batería de preguntas cuyas posibilidades de respuesta tenía puntualmente estudiadas. El interrogatorio in­cluía, claro, su ocupación y si tenía novio. Dijo que era bordadora, que tenía diecisiete años y que en cuanto a novio tenía algo así como una mitad. Si esa mitad no venía a buscarla en una hora me informó que ella se arreglaría con el que tuviera más cerca. El medio novio era jugador del equipo de fútbol más importante de la ciudad y en mi vida, por esa misma razón, ocupaba un puesto destacado. Tuve miedo de que el tipo entrara y, enojado o para lucirse ante los demás, me agarrara a trompadas.

—¿La conocés a Teresa? —pregunté.

—¿La que trabaja en el frigorífico? Sí, ¿por?

—No, por nada. Para ver si la conocías.

—¿Anda con vos? No puede ser, ¿anda con vos? ¿Cuántos años tenés? —preguntó, por primera vez interesada en algo que guardara relación con mi perso­na y a la vez dejando entrever que esa posibilidad le pa­recía absurda.

—Dieciséis. ¿De qué te reís? —tuve que preguntar en se­guida.

—De nada, ¿no me puedo reír? —pero un mo­mento después lo dijo—. Catorce tenés, o trece. De Teresa me río, ¿no es ella la que...? —y completó la idea con un gesto que parodiaba una enorme panza. Sólo después de unos minutos pude recuperarme y centrar mi atención en que a la chi­ca no le resultaba claro el autor del embarazo, por lo cual me estaba agregando a su lista mental de sospecho­sos. Recibí el equívoco con indisimulado orgullo. Espe­ré un tiempo prudencial y, como no dando importancia, dije:

—A esta hora me gusta caminar. Te parecerá una pavada. Caminar, mirar la luna... soy muy bo­hemio yo.

—¿Vos sos huérfano, no?  —dijo. Pensaba que sólo a un huérfano se le podía ocu­rrir caminar y mirar la luna a esa hora. Salimos. Por un momento pensé que las cosas estarían realmente perfectas si nos viera Teresa. Pero era la primera vez que una mujer hacía dos pasos en mi compañía y después de diez metros no pude dejar de pensar en cómo sería besar. Solamente una vez lo había hecho, mientras bailaba, con una chica que era garantía de no saberlo tampoco. Pensé en todas las maneras de acomodar la lengua.

Tal como le había asegurado la luna estaba ahí arriba. Nos llegaba además la música lejana del baile de un club y los bramidos de los camiones que pasaban ca­da tanto por la avenida. Ella admiraba que yo recono­ciera las marcas de los camiones por el ruido que hacían. Yo era, decididamente, feliz.

Los huérfanos —dijo, luego de un largo silen­cio— leen mucho. Bah, me parece a mí.

Yo también creía que todos los huérfanos leían mucho o, al revés, que todos los que leían mucho lo hacían debido a algún tipo de orfandad. Según ese ra­zonamiento yo era huérfano en las dos variantes y en cuanto a la segunda leía los diarios socialistas que le traían al viejo y desde hacía más de un año, Resurrección, de Tolstoi.

—¿Te gustaría estar al Iado de un río? —ex­traje del libreto.

—¡Sí! —gritó entusiasmada. A juzgar por la exclamación había soñado toda su vida con estar en un lugar así con un ayudante de camionero, hablando sobre la orfandad. Naturalmente, no hubo ningún plan de ir a nada que se pareciera a un río y el tema de los huérfa­nos no fue retomado. En cambio, inesperadamente le dije, con una de mis frases memorizadas, que la quería. Tal vez usé la expresión “enamorado” y seguro que mi voz tembló. Los dos nos sorprendimos. Ella rió más de lo que eran capaces de tolerar mis nervios. Se detuvo, se cubrió la cara, casi lloraba de la risa. Finalmente dijo “yo no”, y decir eso reavivó sus carcajadas cuando ya parecían apagarse. Traté de salir del paso diciéndole que en realidad yo tampoco, pero de inmediato me entristecí. Y es que ahora ella me parecía bellísima y distante. Pensé que de todas maneras, aunque me diese bolilla en ese momento, al día siguiente cuando se enterara de mi ver­dadera edad me odiaría para siempre. ¿Y si nos conver­tíamos en novios y un día nos casábamos? Cuando ella tuviera cuarenta yo tendría treinta y cinco. Era mucha diferencia. Lo mismo con Teresa. Un día estaría yo sen­tado a la mesa y de pronto la miraría a ella, cualquiera de las dos, y el enemigo que llevo adentro me pregunta­ría: ¿esa vieja es tu mujer?

—A las dos menos cuarto pasa un tren cargue­ro —le informé cuando llegamos al paso a nivel.

Lo esperamos tirando piedras a un charco, mientras le contaba las hazañas de mi abuelo. El viejo acostumbraba a pedir a algún vecino que hiciera el fa­vor de llevarle un paquete a otro viejo que arreglaba za­patos al otro lado de la ciudad. Adentro del paquete iba una enorme piedra o un atado de ladrillos. A los pocos días el otro viejo le devolvía la misma piedra con un nuevo comedido. Y así eternamente.

Finalmente llegó el tren: como sobrecogidos por el estruendo nos abrazamos. El convoy ya estaría a diez kilómetros y yo ya había despejado mis dudas so­bre cómo se usaba la lengua al besar, cuando ella dijo:

—Si me viera mi novio...

¿Seguía siéndolo? Le recordé que no había pa­sado a buscarla en el plazo fijado. Sonrió y señaló a dos perros que treinta metros más allá se disputaban un enor­me hueso. La luna caía sobre sus lomos lustro­sos con algo de líquido, de llovizna. Traté de pensar en que nos parecíamos a esos perros o, en todo caso, por qué a mí me parecía que había algo que nos emparenta­ba con esos perros.

Regresamos. A cada paso ella parecía más fe­liz y yo más triste. Pero luego me repuse, porque mien­tras ella saltaba en un solo pie sobre una serie de baldosas puestas en la vereda para evitar el barro, pensé: traicionó a su novio conmigo. ¡Conmigo!

Poco después, una cuadra antes de su casa, nos separamos. No quería llegar acompañada.

Metí las manos en los bolsillos y caminé muy lentamente hacia mi casa. Pensaba en esa calle de tierra volátil, en la música que llegaba desde un club donde se hacía un baile. En ese momento pasó el loco que se creía corredor de bicicle­ta. Todas las madrugadas salía a entrenarse en una bici­cleta de reparto con manubrio de carrera. Le tiré un pie­drazo que dio en los rayos de la rueda trasera. Me miró aterrorizado y yo a él. Salí corriendo y recién a las dos cuadras caminé más tranquilo. La madrugada, las sába­nas flameando en los patios, el canto de un gallo, el olor de la leva­dura de una panadería. Era extraño que ningún cambio importante se hubiera operado en mi persona después de haber besado a una chica de diecisiete años.

—Buenos días, distraído.

Era Teresa. Estaba adentro de una camioneta, me pareció que con un tipo medio viejo. Saludé vacilan­te, sin resolverme a seguir como venía –pateando una piedra y relatando la jugada– o a detenerme y mirar quién era el tipo. Traté de aparentar firmeza. Aún dentro del patio de mi casa continué así. No fui a mi pieza. Me aposté en el tapial para mirar al patio vecino. Diez minutos después se encendió la luz en la habitación de Teresa y entró ella. Tiró los zapatos a un rincón, se besó la mano, la llevó al vientre y dio una especie vuelta de vals, y otra, y otra, y otra, y se dejó caer en la ca­ma. El huérfano se quedó allí y apeló al recurso de pensar que algún día se iría de esa casa y esa ciudad. Casi pudo ver todo aquello como si ya fuera un recuerdo.

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