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En defensa de lo pequeño

El texto que el autor de Tambor de arranque (EMR) leyó en la inauguración del Felisa, Festival de Literatura de Santa Fe 2015.

Por Francisco Bitar. Foto: Pablo Cruz.

bitarfrancisco(c)pablocruz

Soy un escritor de cosas pequeñas.

Llegar a serlo, confesármelo a mí mismo, significó un gran alivio y creo que representó además mi verdadero comienzo como escritor. Lo digo sin orgullo, a la manera de una constatación. Hoy lo pequeño es mi fuerza: mi proyecto y mi estrategia.

 

Decir que mi dominio es lo pequeño no significa decir que este sea un camino más sencillo que otros, sobre el cual, por conveniencia, decidí inclinarme; simplemente fue, de las opciones posibles, la que me tocó. Lo cierto es que no está muy lejos de otras condiciones en las que me toca escribir: vivo en una ciudad chica, con un trabajo para nada heroico y un sueldo bastante magro. Después de pagar las cuentas a principios de mes, mi mujer sabe darse cuenta si dormí vestido por las monedas que junta de mi lado de la cama. Ya ven: vueltos, sobras, requechos.

Es ahí donde encuentro mi literatura. Las historias que escribo –desdobladas en cuentos y poemas narrativos- vienen de comentarios escuchados al pasar, encuentros fortuitos, conversaciones entre amigos y otros episodios sin importancia. Voy a comprar un equipo de pesca y tengo que aguantar que un vendedor paralítico me cante el decálogo del pescador. Escucho que una chica dice de otra, con ánimos de destrozarla, que estrenó un vestido el día que la dejaron plantada. Me hablan de un defecto de diseño del Renault 4 que deja entrar aire por las puertas y obliga, los días de frío, a encintar el auto, a empaquetarlo. Historias, historias, historias.

Una vez que tengo esa información, el germen de lo que será un cuento, no juego a saber por cuánto tiempo puede flotar el proyecto en mi cabeza sino que me pongo a trabajar de inmediato: recordemos que se trata de una información precaria y nada garantiza que permanezca en su lugar, mucho menos que crezca a partir de esa base inestable.

El cuento, en este sentido, representa el formato perfecto. Nos permite entrar y salir en espacios cortos, probar rápido la resistencia de los datos iniciales. ¿Cómo lo hacemos? Ubicando esos datos en los lugares precisos para alcanzar el corte. El cuento es el medio por el cual se le dice al lector: sostenga usted de este lado que yo voy a cortar de este otro. Hay que asegurarse de que el lector esté bien agarrado de una punta para que nosotros, en nuestro papel de escritores, podamos cortar desde el extremo contrario. Corremos el riesgo de no haber tensado lo suficiente y, demorados o por apuro, lleguemos al final en el lugar incorrecto.

Cada cual tendrá su manera de hacerlo, pero yo procuro, fiel a la procedencia del material, no recortar en puntos de por sí demasiado cargados de significación. Así lo propongo además en mi taller, donde está terminantemente prohibido concluir una historia con la muerte de su personaje.

Como ven, lo pequeño, que es lo opuesto a lo obvio, está por todas partes. Siempre que, en contra de mis posibilidades, intenté escribir grandes historias, con grandes temas y grandes palabras, me sentí al frente de una estafa. Si, todavía así, mi narcisismo me animaba a seguir, atento a la marca que yo dejaría en la literatura argentina, una nueva patada, imposible de esquivar, me salía al cruce: me aburría.

Por supuesto, los escritores de lo pequeño no tienen ninguna licencia frente a los escritores de lo grande. Al contrario, en una literatura como la nuestra, cargada de tonos altos, el escritor de lo pequeño debe hacerse fuerte en el esmero, el compromiso y la paciencia. Con todo, sigo pensando que hay un territorio que es soberanía del escritor de lo pequeño y que se renueva a cada comienzo: la escritura de placer. Porque si el escritor de lo grande entiende la escritura como una indagación, como una pelea que debe librarse en cada frente, y en definitiva, sufre, el escritor de lo pequeño es quien se entretiene, cuenta una historia que le gustaría escuchar y tal como le gustaría que se la cuenten. En definitiva: disfruta. Porque si lo grande está del lado del mandato, lo pequeño está del lado del deseo.

Acá es necesario hablar de una diferencia, por decirlo así, de método: cuando a lo grande se llega por indagación, a lo pequeño se llega por el camino de la observación. Lo pequeño no es lo directamente estrecho en dimensiones sino aquello que pasa casi inadvertido, lo que estuvo a punto de perderse para siempre. Así, objetos que no son necesariamente chicos, son recuperados por los escritores de lo pequeño un momento antes de desaparecer de este mundo: una luna transparente a las tres de la tarde, el último brazo bronceado por efecto de un largo verano, el último vaso de una vajilla y con él la cronología de una familia entera. No obstante, debo admitir que entre las cosas pequeñas, prefiero especialmente las chicas en un sentido estricto, cosas que encuentro a cada paso y hasta me acompañan cuando escribo (los pedazos de comida que hay bajo el teclado de mi computadora, por ejemplo).

Lo pequeño, por vía de la observación, también puede encontrarse en ciertas conductas de hombres y mujeres insignificantes: el borrachín de la cuadra que cada día compra su vino en un kiosco diferente de modo que ninguno de los kiosqueros sospeche y se ponga a dar voces, una niñera que viste a la bebé de la misma manera que ella: de remera y minifalda.

Estos hombres y mujeres, desde el momento que observo sus conductas y entiendo el rasgo humano que hay en ellas, a veces el orgullo y otras la desesperación, se convierten en mis hermanos. O, en todo caso, se convierten en mis personajes, siempre que un personaje, para llegar al final de una historia, debe despertar en mí la ternura. De otra manera, sin ternura de por medio, tanto los personajes como esa historia se quedarán a mitad de camino.

Acá la definición de ternura, en tanto combustible que alimenta la marcha de los personajes, no es distinta de la idea de observación para los pequeños objetos, los que se aprontan para desaparecer. La ternura viene de un hombre o una mujer tratando de seguir vivos en una etapa de su historia que languidece, a punto de ser expulsados hacia la etapa siguiente; un hombre o una mujer aferrándose a una etapa como si se tratara de la vida misma.

La otra noche, durante un asado, un amigo que está haciendo uno de esos cursos de enología me contaba que un sommelier, al agitar su copa para que se desprendan los efluvios, tiene una sola oportunidad para apreciar la materia del vino. Después algunos aromas volverán a su jugo y otros se perderán en el aire, pero el caso es que, con cada tirada, con cada nuevo movimiento de la copa, nos alejamos más de aquella primera y más lograda expresión. Imagínense ustedes: aromas que, después de verse reducidos, pasarán por última vez sobre la tierra. Semilla, madera, clavo, polvo a punto de desaparecer para siempre. Más tarde el vino se convertirá en esa bebida asentada, para nada vacilante, que tomamos y, por último, en botellas vacías, no hay remedio.

Bueno, al menos eso fue lo que entendí de lo que dijo mi amigo. Puedo equivocarme: nosotros mismos habíamos bebido esa noche y mi versión se desprende un poco de lo que recuerdo y otro poco de sus derivaciones lógicas. De otra manera, sin vino, no hubiéramos abordado la cuestión, demasiado emotiva a fin de cuentas para una reunión de hombres sobrios. Borrachos es otra cosa. Este tramo de mi trabajo es un homenaje a esa noche en especial (que fue magnífica) y a muchas otras noches en que bebimos y conversamos y olvidamos.

Las conversaciones, lo que hombres y mujeres se dicen entre sí, son el último bastión de lo pequeño. Son, al escritor de lo pequeño, lo que esos aromas de la tierra son al sommelier. Arcaicas, irrepetibles, evanescentes. Hasta hace poco estuve trabajando en un libro de nombre Historia oral de la cerveza, un compendio de lo que las gentes se dicen en esta ciudad a partir de la cerveza. Cuando empecé, imprimí dos esquelas y las pegué sobre el marco del monitor en que trabajo. Una es de W. B. Yeats y dice:

La historia de una nación no está en los parlamentos ni en los campos de batalla, sino en lo que las gentes se dicen en los días de fiesta y de trabajo, y en cómo cultivan, se pelean y van en peregrinación.

La otra es de Joe Gould, aquel hombre pequeño rescatado por Joseph Mitchell, quien decía llevar 300.000 palabras escritas sobre la historia oral de Nueva York. Sus borradores nunca fueron encontrados y es de aquel proyecto, truncado o perdido, del que tomé la idea. Dice Joe Gould:

Lo que dice la gente es historia. Lo que antes considerábamos historia –reyes, reinas, tratados, inventos, batallas, decapitaciones, César, Napoleón, Poncio Pilatos, Colón, William Jennings Bryan– es mera historia formal y en gran medida falsa. Por mi parte, o pongo por escrito la historia informal de los de a pie –lo que esa gente tiene que decir sobre sus trabajos, amores, juergas, apaños, apuros y penas–, o muero en el intento.

De acá, creo yo, la importancia de los escritores de lo pequeño. Se trata de una importancia histórica, seguramente, desde que la “historia informal de los de a pie”, como la llama Joe Gould, acompaña y documenta, mediante su retrato, a la historia formal, el relato de los grandes procesos. Así se puede leer, por ejemplo, la obra de Chejov como figura de los últimos estertores de una aristocracia venida a menos, al punto de confundirse con la servidumbre y a un paso de ser desmantelada.

A mí me pasa exactamente al revés: todo lo que sé de historia –y, para el caso, de cualquier otra cosa- lo sé a través de la literatura. Para mí la caída de lo zares no es más que la consecuencia de un mundo lleno de gracia pero ganado por la melancolía, donde un militar confunde una puerta y se enamora para siempre, donde la mujer del boticario lamenta no estar afuera, de fiesta con otros tipos, donde dos amantes sentados en un banco miden su aventura contra la indiferencia del mar, un mar, dice Chejov, anterior a ellos, que persistirá, sordo y monótono, cuando ellos no estén y cuando no estemos ninguno de nosotros. Lo mismo que lo hará la historia formal.

***

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