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Ficción hispanoamericana

El pensador de Rodin

Un cuento de Armonía Somers

Un chico disléxico, un álbum de fotos familiar y un abuelo, "culpable" del mono hereditario. Una historia inesperada y personalísima de la escritora y pedagoga uruguaya, autora de libros como Sólo los elefantes encuentran mandrágora, parte de Tríptico darwiniano, novedad de El cuenco de plata.

Por Armonía Somers.

Entraron abuelo y nieto al Zoo tal como se los ve siempre según el clásico esquema. Cierto que los abuelos tienden ahora a ser más jóvenes, es decir que aquello de la barba blanca y el bastón quedaría relegado, si acaso, para el bisabuelo. Pero hay moldes que se repetirán siempre, como las rosas de maíz, los maníes, el chocolate, todo para atender el noble metabolismo. Y también la perfidia incluida en ciertos materiales desechables. Esto último ya ha sido captado por los animales, y su reacción es asimismo típica: escupirlos, dice el guanaco, y a veces hasta incluyendo el bolo alimenticio; colocar en fila las dádivas, elegir lo que sirva y arrojar la broma pesada por encima del lomo, según los elefantes; gratificarlos con actos obscenos, dicen los monos practicando las mismas indecencias del hombre, aunque lográndolas con más gracia. O sea y en todos los casos un comportamiento cada vez más liberal y atrevido, como si dieran el ¡basta! cada domingo, como si vieran al trasluz a visitantes, pero siempre tal si la inteligencia, mi querido Charles, hubiese hecho su vuelta redonda hacia la bestia dejando a la criatura humana desubicada en la escala, o más bien volviendo a aquella estupidez que debió ser la de los dinosaurios, tan grandes que no podrían vislumbrar su probable desaparición, aunque eso sí mejor para ellos, porque el fin pensado es el principio del mismo fin, y si mis soldados pensaran me quedaría sin soldados, supo decir alguno que no viene al caso nombrar pues para qué, lo principal y eterno es lo dicho, no el perecedero dicente.

El Chimpancé me pareció ese día más triste que nunca. Estaba sentado sobre un madero a modo de banco, apoyaba la mandíbula en la palma de la mano izquierda, el codo en la parte inferior del marco de la reja y tenía los ojos puestos en algo que debería estar muy lejos, o por lo menos no se veía. Hice la prueba de mirar hacia eso, pero no había más que otras jaulas, otros animales, gente grande, chicos como yo aunque tal vez más inteligentes, pues se los oía leer en las placas el nombre de cada huésped. En mi caso el diagnóstico de la psicóloga infantil consultada había sido de disléxico. No sé lo que quiere decir la palabra, o mejor de dónde viene, y si es que está en los libros no lo podré descubrir ya que no leo. Mis compañeros del colegio me llaman el Diccionario Cerrado, pero no lo soy tanto. A veces abro alguno para mirar las rigieras, principalmente las de animales, y veo por dentro unas filas horizontales en blanco y negro, vaya cosa aburrida. Y también el mismo pelmazo en los diarios, las revistas, las leyendas de la TV. Y el asunto, que permanecía oculto, se descubrió en la maldita escuela. Porque de pronto, y luego de tal primeras acusaciones de pereza y hasta de castigos que no dieron resultado, se cayó en sospechas: yo era un fenómeno de esos que no leen, y si acaso copian la letra no saben después lo que escribieron. Y esto que ustedes están viendo no lo escribo tampoco, simplemente lo transmito gracias a algo que aprendí del Pensador del Zoo, un secreto entre él y yo, lo único que puedo revelar por ahora.

Lo cierto fue que se armó un gran alboroto luego del fallo de la psicóloga y también de los médicos, quienes me andaban alrededor como moscas al dulce. Que se haga lo más que se pueda para descubrir las causas, oí decir a madre cierta vez, pero eso de enseñanza especial no, todo el mundo se enteraría, mejor mantenerlo tapado. Me analizaron la sangre, la saliva y otras cosas. Me aplicaron unas pruebas como para imbéciles que ellos llamaban tests, algunos de los que me resultaron divertidos porque al menos podía engañar a todo el mundo diciendo o haciendo lo que no se debía, y también examen nombrado como electroencefalograma, y eso sí que metía miedo, casi escapo del laboratorio. Y otras majaderías conocidas como pruebas de motricidad, y de sílabas, y de palabras, y de sonidos. Mi padre y mi madre tuvieron largas sesiones en la clínica hablando de sus padres, sus abuelos, sus bisabuelos y más allá, dibujando para eso un árbol con raíz, tronco y un gran ramerío terminando en un pequeño gajo seco y sin más retoños, en el que dijeron me encontraba yo. Pero ahí no terminaba todo, ya que debieron ir de nuevo con una lista de las causas de muerte de cada una de aquellas vejeces, consiguieron y llevaron cartas amarillas escritas en años que parecían el principio del mundo, y para eso fue necesario que cada uno demostrara su buena memoria y sobre todo para el dar y recibir los reproches como va y viene la pelota en el fútbol. No, tus padres no fueron tan ilustrados como los míos, oí una vez, y a continuación esto: ni los tuyos tan sanos como me habías hecho creer. Y así se arrojaban todas las noches al acostarse una cantidad de cosas que yo escuchaba desde el cuarto o yendo a poner la oreja tras la cerradura del de ellos. Hasta que en una ocasión me llegó algo tan extraño dicho por mi madre que me pareció sacado de un cuento de terror:

–Me abrí paso entre las telarañas y el polvo del desván y allí he visto uno de los álbumes de daguerrotipos y fotos de familia que por suerte no había quemado como lo pensaba muchas veces.

–¿Y qué has encontrado de particular si se puede saber? –dijo mi padre desde el cuarto de baño donde se cepillaba los dientes.

Ella demoró un poco en responder, parecía querer jugar, o a lo mejor se habría llenado la boca de horquillas como lo hacía siempre. Hasta que al fin soltó la novedad:

–He visto que tu bisabuelo, es decir el tatarabuelo del niño, tenía cara de mono. Sí, era, un verdadero mono con lentes y muy bien vestido sentado en un sillón junto a un árbol, pero pelando una banana con ambas manos.

–Así se pelan las bananas fuera del protocolo, según creo.

–No, tu antepasado no utilizaba una mano delicadamente para sostener y la otra para mondar, la forma como lo hacía era muy rara y tal hombre no debió aprender a leer, de eso estoy segura.

–Él fue... ejem... no sé lo que fue, pero tengo noticias de que hizo mucho dinero, todo lo que poseemos hoy salió en un principio del hombre de la banana, querida señora, y no de tu pobre gente.

Como ella era mujer empezó a llorar, y entre sollozo y sollozo se le oía decir que la dislexia de la criatura, yo, vendría de tan lejos, mi tercer abuelo. Y él, siendo hombre, a echarle en cara su falta de tacto en el hablar de los demás, quizás heredada de algún otro antepasado que ni siquiera se sentaría para comer bananas, piles en una familia tan miserable como la suya las reuniones se harían en cuatro patas antes que el Ramapithecus se pusiera de pie hacía catorce millones de años, y por consiguiente a suelo limpio.

Todo eso empecé a recordarlo mientras llegaba frente al mono con el abuelo, mi hombre tan bueno para mí que a veces hace pensar que los libros estuvieran de más, ya que él lo sabe todo. Y lo extraño es cómo llega a transformarse en un chico de diez años al estar conmigo y yo no puedo hacerme viejo ni por un minuto para meterme en él.

–Ese mono se parece –logré decir encontrando al fin palabras y no más ideas tontas– a aquella estatua que vimos en una plaza, aunque la mano la colocó en forma distinta.

El abuelo miró al chimpancé que seguía en la misma posición, luego se echó a reír y exclamó casi sobresaltando al animal:

–Es claro, cierto pensador, sólo que aquel hombre debería estar preocupado por cosas más profundas cuando posó.

–Abuelo –le pregunté como lo que yo era, un pobre disléxico– ¿y si el pensador de la plaza no hubiera aprendido nunca a leer podría igualmente pensar?

Eran mis salidas de siempre. Parecía no sorprenderlo ya con nada, como si el tiempo que no perdía en leer, es decir el tiempo almacenado en mí, quisiera gastarlo en averiguar, y qué cosas, murmuraba el viejo, lindando con la filosofía, y qué podría ser la tal filosofía mascullaba yo, algo de seguro muy enredado cuando sólo pronunciar el nombre requería un sacrificio para la lengua volviéndola tartajosa.

Y ahora estoy junto a ellos en la mesa. Comen cada cual a su modo, se pasan la sal, el vino, el pan, los malos pensamientos. Yo, si lo supieran morirían, hace tiempo que salgo de la escuela quince minutos antes de la hora señalada para la estampida de los búfalos. La maestra parece haber considerado que un niño puede ser disléxico pero no mentiroso o hipócrita por añadidura, y eso de ir a ver si su abuelo, que enviudó y está solo, ha recordado tomar su medicamento de antes de las cinco es un buen gesto del chico. Pero yo, que vivo en camino del Zoo, lo que hago es entrar allí para algo que aún no entiendo. Pago con lo que no gasté en merienda, en dulces y hasta en inútiles cuadernos para un escritura de copia que dicen practico al revés. Y el Pensador está siempre en lo mismo, la palma de la mano bajo la mandíbula, el codo ya pelado en la barra, y qué lástima, lo que siento entonces hacia él nunca lo podré ver escrito por nadie, es como un camino que piso yo solo. Se trata de algo que me abriga hacia adentro igual que si me transformara en leche tibia, y a veces hasta parezco derretirme como una vela cuando me le acerco. No, no me duele nada, mas bien quisiera seguir sintiéndolo, me baño en miel, en caramelos fundidos, yo no sé cómo se llamará eso en los famosos libros, pero qué libros tan mudos para mí como el buzón de la puerta del Zoo que se traga las cartas sin saber lo que engulle.

El primer día de mi escapatoria él no me dio importancia. Continuaba allí mirando aquello que no se veía, pero la ventaja estaba en que no fuera domingo, y aunque el tiempo resultara corto yo tenía mi plática recordando alguna de esas películas que los grandes llamaban de amor y otras cosas así de aburridas. Pero algo me decía que iba a progresar, que el Pensador un día cualquiera repararía en mí, el pobre lampiño al que habían separado de él cada vez más aunque pareciéndosele tanto.

De ese modo pasó una semana sin mucha suerte, hasta que se me ocurrió una idea brillante: subir al depósito de trastos viejos que mi madre había llamado el desván para echar una mirada a los álbumes. Vi de todo un poco, cunas apolilladas, caballos de madera rotos, osos de felpa despanzurrados, y aquello lo hubiera hecho correr escaleras abajo de no encontrar en un estante lleno de polvo los famosos álbumes. Y allí montones de caras, algunas hermosas como los ángeles de las estampas, otras tan feas como sustos, hasta que llegué a la del tatarabuelo, es claro que distinguido por lo de la banana y una gran cadena que debería ser para el reloj yendo de bolsillo a bolsillo del chaleco. Lo observé en todos los detalles, dándole así cierto tiempo para conocerme y entrar en confianza. Un viejo muerto no se encuentra con su tataranieto sin correr peligro de morir de nuevo, pensé. Pero mi corazón también daba saltos, me zumbaban los oídos y expiraba corto como después de una carrera. De modo que según mamá, le dije al fin entre mis sofocos y las nubes de polvo levantadas al mover las páginas, mi dislexia fue lo que me dejaste por herencia, ¿no es así? Lo miré fijamente esperando una respuesta, pero él estaba hecho de metal, no daba señales de vida, y hasta contando aquel reloj que se habría quedado quieto en la hora y el día de tantos años atrás, todos se burlaban de mí, eran como los libros, cosas cerradas.

Lo seguí persiguiendo y creo que le hablé con maldad. Vas a decirme algo, te voy a hacer confesar aunque sea poniendo tu cara bajo mis zapatos, deshaciéndote esas patillas unidas a la barba, esa cara de mono que tiene a mis padres en guerra, ese chaleco floreado, esos brazos casi tan largos como el cuerpo. Y nada. Así que como mis amenazas no resultaban decidí entonces cambiar de tono: hablarás aunque te duela para tu tataranieto ¿verdad?, no lo dejes solo en medio de estas camas, estos percheros, este caballo manco del tiempo en que mi abuelo era chico... Ya iba a seguir con el recuento de todo el desván cuando de repente sucede, sí, y yo no miento, pues sólo los que saben leer y escribir aprenden también a mentir, sucede que el hombre feo se ha puesto a llorar, llorar como la lluvia hasta mojar el cartón del álbum donde se encuentra pegado. Y quién se explicará algo tan extraño yo no lo sé, tal vez esté en los mugrosos libros que parecen pasarse todos los secretos y por eso se ven tan sucios como las manos de la gente. Aunque yo no los necesitaba tampoco, dije para mí, teniendo un posible sabelotodo como el Pensador a un cuarto para las cinco de todas las tardes y también los domingos. Fue así que enjugué las lágrimas del viejo con mi pañuelo, saqué el retrato del álbum, lo guardé entre pecho y camisa y me encaminé a la inservible escuela. No, qué va, aquello no era asistir a ninguna escuela, más bien se trataba de una estación para esperar ciertas cinco menos cuarto donde a la vez se detendría un tren fantasma, el de mis encuentros de verdad con el Pensador del Zoo. Porque también debo decir que yo tardaba en dormirme por las noches desde que lo había conocido, y luego hasta soñaba con él, algo que no me avergüenza ya que mis sueños era todos civilizados: el chimpancé viniendo a mi cumpleaños, el chimpancé bajo las barbas de papá Noel, el chimpancé saludándome parado en una sola pata sobre el caballo al trote del circo.

Y ahora, como sucede siempre cuando la ocasión es importante, ha empezado a llover, y esos días chorreantes por todos lados nadie va a los paseos públicos. Yo salgo de la escuela a la misma hora adelantada en quince minutos y me convierto con eso en más bueno que nunca, un niño que no olvida el medicamento de su abuelo por ningún capricho del tiempo. Guardo al tatarabuelo entre los papeles de mi mochila, paso de largo con tristeza por la casa del amigo, camino lentamente para compensar, pesco un resfrío, hago fiebre, deliro en voz alta con el Pensador, causo la risa de mi abuelo, cosquillas en la ignorancia de mis padres y hasta en la del médico. Y así, viejo ya como de una semana más, reaparezco una tarde a los ojos del habitante del jardín enrejado.

Esta vez el Pensador pareció reparar en mí, al menos sacando la mirada de aquel punto fijo y clavándomela, al tiempo de observar con cierta curiosidad lo que yo sacaba del pecho, la plancha metálica con la imagen del hombre de la banana. Se la alcancé, él alargó la mano libre, tomó con sencillez y buenos modales la lámina, la observó por su cara ilustrada alejándola un poco de la vista como hacía mi abuelo al leer y luego me miró pareciendo pedirme ayuda. Yo tenía casualmente un pequeño espejo en el bolsillo, se lo acerqué no sé si por bondad u otro sentimiento, porque él tal vez no supiese cómo era, y de ese modo sucedió de nuevo lo increíble desde el episodio del desván. Al igual que mi tatarabuelo del álbum, y después de varias comparaciones, el Pensador comenzó a llorar. Pero en su caso con unos gemidos que daban lástima, mientras, y ya no más como Pensador sino con las dos manos en uso, en una el espejo y en la otra el retrato, se había abierto por fin la brecha entre nosotros. Extendí mi propia mano derecha como indicándole una  devolución. El animal sacó esta vez de adentro un corto grito, sonrió como un hombre mostrando sus dientes amarillos bajo unas encías color vino y me devolvió el retrato, aunque no el espejo que parecía pasar a ser su tesoro. Yo entendía mucho eso de los tesoros, ya que tenía guardados bastantes: trocitos de trapos diferentes con los que mi padre había lavado el coche, cerillas apagadas, cuerdas de juguetes mecánicos, caireles de lámparas viejas, botones que nadie podía encontrar a pesar de haberlos visto caer al suelo, y tantas cosas más que la caja ya no cerraba. Y algo me hizo pensar que el pobre animal no conocería esa felicidad, le limpiarían la jaula de vez en cuando y arrojarían al bote de basuras sus riquezas mientras él saltase alrededor como un diablo cojo sin poder salvar nada. Por eso entendí lo que significó esconder el espejo en un hueco de la pared frente a la que estaba sentado, igual que yo con mi caja.

Y esto fue lo que hicimos en adelante: inventar una manera de comunicarnos sin palabras, él un mono afásico, yo un analfabeto crónico con el que había que mantener las apariencias de niño normal. Y así lo escuché, sí, lo escuché decir lo que todavía no entiendo, y que repetí en mi casa al otro día a la hora del almuerzo dejándolos pálidos: “Con sólo tres o cuatro verdades en el mundo hubiera alcanzado, todo lo demás sobró”.

Pero ellos se limitaron a eso, quedar blancos como papeles. Únicamente que yo me reservé parte del rollo para la cena, que es cuando la gente resiste porque come más tranquila y también puede irse a la cama si le tiemblan las piernas. Entonces, mientras me negaba a probar unas ranas a la provenzal porque me daban tristeza, dije como si nada: "El tal Darwin anduvo tras nuestra verdad, pero se conmovió por amor hacia él, a su mujer, a sus hijos. En realidad la escala zoológica culmina en la inteligencia de los delfines. Luego empieza a descender hasta el hombre. El error de aquellos primates que se abrieron de nosotros los simplemente antropomorfos, fue irse poniendo tan verticales y algo más que se separaron al fin de ellos mismos".

–¡Es un monstruo, un enano caído de otro planeta que nos viene engañando con la edad desde que nació! –vociferó mi padre haciendo saltar la panera de un puñetazo– ¿Dónde habrá leído tales dislates?

–No lee, ahí está lo malo –dijo mi madre– quizás la herencia de la hermosura de tu bisabuelo no fuera sólo en dinero...

La cosa ya empezaba a ponerse discutida. Como para desafiar, abrí en dos partes el flequillo que me estaba tapando la vista. Mi abuelo me miró largamente con los anteojos sobre la punta de la nariz, es decir también sin estorbarse con nada, como siempre impidió que los golpes que debería recibir quedaran sólo en amenazas. Yo me fui a mi cuarto a hacer conjeturas, seguramente que lo dicho sería importante, aunque para mí nada más que ideas borrosas que el Pensador me habría transmitido a su modo para agradecerme la donación del espejo, y lo que valdría ese espejo para él quién iría a saberlo.

Llegué al otro día a la cita de siempre. Mi amigo se miraba reflejado como una dama que está a punto de salir para una fiesta, y hasta creí entender que esa fiesta era yo, el pobre pájaro de las cinco menos cuarto de la tarde, invariablemente mudo, muerto de hambre por haber gastado el dinero de la merienda en el ticket, y también de miedo, pues me pareció que el vigilante del parque me había seguido y estaba agazapado tras unas plantas. ¿Y por qué no, al fin, un poco de precaución de parte de ellos? Yo había oído contar a mi abuelo que cierto estudiante, furioso por haber sido rechazado en una pregunta sobre hipopótamos, va y arroja un libro de zoología al estanque de esos pobres diablos. Y la bestia inocente que se come el libro, y el libro que se abre en su interior, y el hipopótamo que muere. ¿Pero qué creerían estos ahora, que yo era un asesino así, cuando ni ranas podía comer? Asesino, asesino, iba diciendo. Mi rencor hacia el estudiante que ya habría muerto de vejez me hizo repetir tantas veces la palabra que era posible la hubiese escuchado el mono, porque lo que me comunicó sin hablar como siempre, y que repetí en la mesa esa noche, era algo parecido a esto: “Asesinos, asesinos patológicos. Lo malo es cuando alguno de ellos se pone la idea de matar dentro del cráneo y el mundo bajo el brazo...”.

¡Y no, doctor, yo no lo leí ni tampoco puedo decir quién me lo enseñó, a lo mejor fue la herencia de mi hermosura de tatarabuelo como dice mamá! ¡Pero déjeme escapar de este hospital, déjenme, por favor! 

Los ruidos, o mejor las voces del jardín zoológico, empezaron a inundar el cuarto. Las oí una por una y en conjunto como en un concierto cuando se cierran los ojos y se piensa que es mejor así, creer que un solo hombre se ha partido en tantos pedazos y que cada pedazo distinto estará pegado al otro y al otro por algo que nunca se podrá palpar con las manos aunque todos los músicos usen las suyas para hacer hablar a las cajas, las cuerdas, los metales, las maderas. Y lo más impresionante fue el alarido final del chimpancé cuando los encargados de la fajina le encontraron el espejo en el hueco de la pared y se lo robaron, y él decidió morírseles de un síncope como un hombre cualquiera, al fin para qué vivir, ya lo había comunicado casi todo. Y luego lo último que supe de mi propia voz durante la inyección mientras se me endurecía la lengua: El Pensador me está esperando para el tercer y cuarto misterio y a lo mejor el mundo se acaba por culpa de los asesinos y él no podrá decírselo a nadie porque sólo yo soy su confidente un pobrecito disléxico usted sabe doctor lo que significa alguien que no aprende a leer pero que ya ni siquiera le importa porque en realidad para qué...

 

 

El presente relato corresponde al libro Tríptico darwiniano, de Armonía Somers, editado por El cuenco de plata en 2016. Agradecemos al sello el permiso de publicación. La imagen del final se publicó en The public domain review y es de autor desconocido, de fines del siglo XVIII. 

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