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No Ficción

Diario del afuera

© LN Gauthey

Por Annie Ernaux

"Quise transcribir escenas, conversaciones, gestos de anónimos a los que uno no vuelve a ver nunca más": la primera entrada al diario de la escritora francesa Annie Ernaux, por Extremcontemporáneo (coedición de Milena Caserola y Milena París). La autora de 78 años acaba de ganar el Premio Formentor de la Letras

Por Annie Ernaux. Traducción Sol Gil

 

1985

En el estacionamiento del RER está escrito: DEMENCIA. Más lejos, en la misma pared, TE AMO ELSA y IF YOUR CHILDREN ARE HAPPY THEY ARE COMUNISTS.

Esta tarde, en el barrio Les Linandes, una mujer pasó en camilla sostenida por dos bomberos. En posición reclinada, casi sentada, estaba tranquila, pelo gris, entre cincuenta y sesenta años. Una manta le tapaba las piernas y la mitad del torso. Una nena le dijo a otra, “tenía sangre en la sábana”. Pero no tenía sábana la mujer. Atravesó así la plaza peatonal de Les Linandes como una reina entre la gente que iba a hacer las compras al Franprix, los chicos que jugaban, hasta el camión de los bomberos en el estacionamiento. Eran las cinco y media, estaba despejado y hacía frío. Desde lo alto de un edificio que bordea la plaza, una voz gritó: “¡Rachid, Rachid!” Puse las compras en el baúl del auto. El chico que junta los changuitos estaba apoyado en la pared del pasaje que conduce del estacionamiento a la plaza. Tenía un blazer azul y ese pantalón gris de siempre que le cae sobre unos zapatos grandes. Tiene una mirada terrible. Vino a buscar mi changuito cuando yo casi había salido del estacionamiento. Para volver a casa, agarré el carril que bordea la trinchera abierta para prolongar el RER. Tenía la impresión de subir hacia el sol que se escondía entre los hierros entrecruzados de los postes eléctricos precipitándose hacia el centro de la Ciudad Nueva.

 

En el tren hacia Saint-Lazare, una mujer vieja se sentó en un asiento al lado del pasillo, le hablaba a un chico –tal vez su nieto– que se quedó parado: “Y que me quiero ir, me quiero ir, ¿pero no estás bien acá? Mirá que piedra movediza moho no cobija”. Él tiene las manos en los bolsillos, no responde. Después: “Pero se ve mucha gente cuando viajás”. La vieja se ríe: “¡Vas a ver lindos y feos en todas partes!”. Su cara sigue feliz mientras mira para adelante y se calla. Él no sonríe y mira fijo sus zapatos, apoyado contra la puerta del tren. Enfrente de ellos una mujer negra linda lee una novela de la colección Harlequin, Une ombre sur le bonheur.

 

Sábado a la mañana, en el Super-M del centro comercial Trois Fontaines, una mujer avanza por los pasillos de “Limpieza”, cepillo de escoba en mano. Habla sola, aire trágico: “¿Pero dónde se metieron? Qué difícil es hacer los mandados de a muchos”.

Una multitud callada en la caja. Un árabe observa constantemente adentro del changuito las pocas cosas que yacen en el fondo. Satisfacción de poseer en breve lo que quería o miedo de que “sea demasiado caro”, o las dos cosas. Una mujer de tapado negro, cincuentona, tira los paquetes con rudeza en la cinta, los agarra otra vez brutalmente cuando ya están registrados y los vuelve a tirar en el changuito. Deja que la cajera le complete el cheque y firma lentamente.

La gente sale a duras penas por los pasillos del centro comercial. Logramos esquivar, sin mirarlos, todo esos cuerpos vecinos de algunos centímetros. Instinto o costumbre infalible. Solo los changuitos y los chicos nos chocan en la panza o en la espalda. “¡Mirá por donde caminás!”, le grita una mamá a su hijo. Algunas mujeres en consonancia con las luces y los maniquíes de las vidrieras, labios rojos, botas rojas, colas menuditas en jeans y melenas salvajes, avanzan con determinación.

 

Subió en Achères-Ville, veinte, veinticinco años. Se instaló en dos asientos, piernas estiradas, de costado. Saca del bolsillo un alicate y lo usa, después observa la belleza producida en cada dedo extendiendo la mano. Los pasajeros simulan no verlo. Pareciera que es la primera vez que tiene un cortaúñas. Feliz con insolencia. Nadie puede hacer nada contra su felicidad de –como indican las caras de los pasajeros– maleducado.

 

Una nena, en el tren, obliga a la mamá a que le lea un libro. Cada página empieza así: “¿Qué hora es? –Es la hora de...” (almorzar, ir a la escuela, darle de comer al gato, etc.). La madre lee en voz alta una vez. La nena exige leerlo ella misma aunque todavía no sabe cómo. Al parecer, solo retuvo de memoria lo que la madre le leyó (seguramente ya varias veces) porque se equivoca en las acciones que son apropiadas para tal o cual hora. La mamá la corrige. La nena repite llena de júbilo, cada vez más fuerte: “Son las cuatro: es la hora de pasear al bebé. Son las cinco: es la hora de cambiarle el agua al pez...”. Experimenta un placer cada vez más agitado al repetir la ronda implacable de horas y actividades autoritariamente ligadas. Se excita, no para de moverse en el asiento, pasa las páginas del libro con una especie de rabia, “qué hora es, es la hora de”. Normalmente ese vértigo de la repetición, frecuente en los chicos, alcanza pronto su paroxismo: gritos, llantos y una cachetada. En este caso, la nena se abalanza sobre la madre y le dice: “Te quiero morder”.

 

Hoy domingo por la mañana, en la plaza de Les Linandes, el verdulero que linda con el Franprix refresca las lechugas con una regadera chiquita. Malestar, como si estuviera orinándolas. Es un hombre flaco, delantal azul, con bigote finito. En el estacionamiento, el chico que junta los changuitos está apoyado contra una pared. Tiene entre veinticinco y treinta años. Se le acerca un tipo: “¿Querés un cigarrillo?”. Se despega de la pared y toma un cigarrillo sin sacarse los guantes gruesos de lana. Lo enciende con el cigarrillo del tipo. Hace frío y el aire es puro.

En la carnicería del pueblo, más abajo de la Ciudad Nueva, la gente esperaba que la atiendan. Cuando llegó su turno una mujer dijo: “Quisiera un churrasco para un hombre”. Después el carnicero preguntó: “¿Algo más? –Nada más”, dijo sacando el monedero.

 

En la línea Mairie d’Issy, una mujer con pañuelo en la cabeza mira atentamente por la ventana la oscuridad del túnel, como si estuviera en un tren y viera desfilar pueblos y planicies. De repente se dirige a la mujer que tiene al lado: “¡Está lleno de drogadictos y son malos, usted sabe!”. Sus frases se tornan confusas. Sólo se alcanza a entender “vio usted, ese ministro judío que los liberó de la cárcel”.

 

Desde hace tiempo, en La Samaritaine del centro comercial Trois Fontaines, se oye una voz de hombre que con tonos diferentes, interrogativo, jocoso, conminatorio, juguetón, etc., nos incita a comprar la galería entera: “Se viene el invierno, lo que usted necesita son guantes y bufandas bien calentitos, visite la sección Guantes” o:“¿Pensó, señora, que la calidad de una anfitriona perfecta se distingue en el arte de la mesa? En la sección Vajilla...”, etc. Una voz joven, embaucadora. Hoy, el hombre de esta voz se encontraba entre los juguetes, micrófono en mano. Un tipo pelirrojo, medio pelado, con anteojos enormes de miope, diminutas manos regordetas.

 

Compré la revista Marie-Claire en la estación de la Ciudad Nueva. El horóscopo del mes: “Encontrará a un hombre maravilloso”. Varias veces en el día me pregunté si el hombre con el que estaba hablando era ese hombre.

 

(Escribiendo esto en primera persona me expongo a todo tipo de comentarios que palabras como “ella se preguntó si el hombre con el que estaba hablando era ese hombre” no provocarían. La tercera persona, él/ella, siempre es otro y puede actuar como quiera. El “yo”, lector, soy yo y es imposible –o inadmisible– que lea el horóscopo y me comporte como una chiquilina. El “yo” da vergüenza al lector).

 

 

De Diario del afuera/La vida exterior, Annie Ernaux. Extremcontemporáneo, coedición de Milena Caserola y Milena París. Editoras: Anne Gauthey y Sol Gil. 2016.

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