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De la fauna libresca

Luigi Amara

Uno de los ensayos de La liberación de la mosca (Excursiones) un libro escrito "al borde del mundo" por el mexicano Luigi Amara, también autor de libros como Sombras sueltas y La escuela del aburrimiento.

Por Luigi Amara. Foto Ale Carbajal.

La grandeza del intelecto casi siempre se ve acompañada, si no por la lentitud, sí por cierta pesantez que es fácil confundir con la torpeza. A mayor proporción de masa mental, mayor variedad y complejidad de las relaciones entre sus partes, de allí que la lectura de grandes pensadores produzca una permanente sensación de estar contemplando de cerca un paquidermo; lo cual, por lo demás, permite entender muy bien la maravilla que nos causan sus constantes despliegues de vigor y rapidez y gracia. 

Frente a esa figura colosal y admirable (muchas veces acompañada por un abdomen eminente, al estilo de Balzac o Alfonso Reyes), y de entre toda la gama de animales posibles a los cuales emular en comportamiento y morfología, los autores de nuestro tiempo hemos elegido el mosquito común, acaso asombrados por la probada capacidad de irritar con el zumbido indeciso de nuestra prosa. La elección, no importa qué tan infame nos pueda parecer, es moralmente justa: revela la adicción de sorber impunemente —y en dosis infinitesimales— de la inspiración ajena, al mismo tiempo que lanza a los lectores la irresistible invitación a que terminemos aplastados en la pared ya no tan blanca de la exasperación o la abulia.

Con la protección de cierto mandato de levedad y poca extensión heredado para el nuevo milenio, aquí y allá escuchamos —con beneplácito primero, pero ya ahora con auténtico aturdimiento— la defensa de lo breve, de lo fragmentario, de la literatura portátil, a veces de la desechable. “Mamotreto” se ha vuelto una designación despectiva, embarazosa, para todo libro que la recibe, como si una medida de volumen pudiera enseñorearse, sin más, en rector indiscutible de las categorías estéticas, o como si el canon literario debiera regirse, antes que nada, por la poca alteración que produce en los platillos de una balanza verdulera. El encogimiento del tiempo, o quizá su simple aceleración, bien podrían aducirse como las causas de esa interesante transformación en el disfrute de un libro; y no es aquí ocioso recordar la defensa que hiciera Edgar Allan Poe de los cuentos y los poemas breves —“de la artillería ligera del intelecto”— en razón de que pueden leerse sin interrupciones o, como tal vez podría presumirse, de un solo golpe de ánimo. Se diría entonces que la enseñanza de Gracián: “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”, ha sido finalmente vindicada por los adeptos a esa filosofía de la composición. Pero conozco señoritas que mudan tan velozmente de humor que les es imposible leer un haiku sin que esa esperada continuidad de lectura se vea interrumpida dos o tres veces; y yo mismo he tenido ocasión de comprobar que la lectura de una obra corta, como el Adolphe, de Benjamín Constant, es tanto más gozosa cuando se omite la intención de acabarla de una sola sentada, pues sus muchas repercusiones requieren, precisamente, de que nuestro ánimo se haya modificado varias veces. 

Los cachalotes, los elefantes, los hipopótamos, fruto de la desmesura de la naturaleza, tienden en los últimos siglos a reducirse de tamaño, aquejados, como se encuentran, por el defecto imperdonable de ser un blanco demasiado pródigo para las lanzas y colmillos de sus victimarios. Presiones análogas a las de la selección natural, pero esta vez de tipo comercial o sencillamente relacionadas con la pereza, contribuyen a que los lomos de los libros sean siempre más insustanciales y macilentos, y a que titubeemos con mayor despreocupación a la hora de posponer nuevamente ese acontecimiento temible de hincarle el diente a En busca del tiempo perdido. Los volúmenes grandes, pesados, interminables, han encontrado de este modo su lugar debajo de la cama como refuerzo de una pata rota, y, desparramados groseramente sobre ellos, todavía nos damos el lujo de decir que esos libros eminentes han terminado por ocupar, para nosotros, un sitio aun más fundamental que los libros de cabecera.

 

Tomado de La liberación de la mosca, de Luigi Amara. Editorial Excursiones, Buenos Aires, 2016.La portada es de Andrés Sobrino.

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