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Ficción hispanoamericana

Cualquier cosa viva

Un cuento de Almudena Sánchez

Un esqueleto de escuela, "cráneo vacío de tiempo", protagoniza este cuento de la española que acaba de publicar Odelia Editora en La acústica de los iglús. "Posiblemente funcionara mejor como muñeco espantapájaros, en campos elíseos, frutales. Quién tuviera habilidad para espantar a los buitres sin tan siquiera un pestañeo".

Por Almudena Sánchez.

 

 

1

Parece ser que Marvin se estremece ante la luz solar.

Lo primero que se ilumina de él son sus grandes cuencas negras. ¿Será que el esqueleto Marvin funciona en horas extraescolares como esos robots automáticos de la limpieza que se accionan a la hora programada y se desprograman mucho después?

El esqueleto Marvin, que debe de tener más de cincuenta años, que debe de haber visto más de mil lluvias diferentes. La de veces que he bailado con él, arrastrándolo a lo largo del pasillo de la planta cuarta. La de veces que lo he metido en el baño de los profesores, en el interior de la capilla ardiente o al final de aquel sótano frío y húmedo, donde agoniza todos los días una máquina de refrescos descongelada. O aquella tarde de jueves en que se nos cayó al idiota de Luk y a mí por la ventana.

Marvin, cuatro pisos abajo.

Hubo que reconstruirlo, hueso por hueso, encajarle en el centro de la cara una amable sonrisa, atornillar cada falange de sus dedos, equilibrar su desastrosa mandíbula, fijar con pegamento cada una de sus vértebras y pintarlo de nuevo, muy luminoso, para que no se sintiera tan débil y derrotado; un esqueleto roto por todas las partes de su cuerpo. O aquella última vez en la que hubo que enderezarlo, ponerlo en pie, mirando al frente.

2

Hace ya mucho tiempo.

Marvin fue un tipo corriente, un guardia de seguridad que murió a causa de una complicación del hígado, y al que utilizaron luego como esqueleto para dar clase de biología. Un guardia de seguridad que vigilaba la nada todas las noches, en un garaje a las afueras de un pueblo: veintinueve habitantes y trece perros guardianes. En ocasiones confundía los sonidos de la noche con turistas extranjeros y se despertaba como del sueño eterno de su infancia, con un bolígrafo resbalándole entre los dedos.

¾¿Petra, estás ahí?

Abría con dificultad sus ojos, gradualmente, como cegado por una luz violeta que ya no existe.

¾¿Petra?

Y volvía a cerrarlos luego, todavía cegado por esa luz violeta que ya no existe.

Algunos cuentan que Petra se perdió dentro de aquel laberinto de alcantarilla. Nocturno, subterráneo. Petra se desvaneció un día. Era medianoche cerrada y ya no se supo más de ella. A partir de entonces, Marvin jamás se separó de las cámaras de seguridad. Estaba siempre observando si se movía algo dentro de las pequeñas televisiones, todas de igual tamaño. Se pasó la vida rebobinando cintas de vídeo, de aquí para allá, de un lado para el otro, con un mando a distancia.

Un zapato color granate, una falda tableada. ¿Petra? ¿Era acaso su hija? ¿Su mujer?

Hasta que Marvin se murió debido a una complicación en el hígado. Lo último que se sabe de esta historia es que Marvin la recordaba así: balanceando, con un leve tintineo, un bolso difícil de clasificar, de un color oscuro, entre el azul y el negro.

3

Desde que me quedé encerrada en el aula de biología junto al esqueleto Marvin, no dejo de imaginarlo junto a la explicación de los huesos (metacarpos, proximales) de la señorita Norma. Fuera del horario escolar. Muy lejos de aquí. Viviendo como esqueleto, con sus chasquidos óseos entre el desayuno y la cena. Su fragilidad, aún después de la muerte. El temor insoportable a caerse de espaldas, que no desaparece nunca y lo agita durante las madrugadas como un viento helado.

Esqueleto Marvin, una advertencia: nunca te compares a una mujer desnuda.

Lo contemplo ahora, sirviendo bebidas en la fiesta de graduación. El camarero fúnebre que, con los brazos repletos de joyas, atiende a los invitados y, con mucha elegancia, sirve brandys mientras va cumpliendo muertes y más muertes en una clase de biología de un colegio de extrarradio.

En las clases no miraba a nadie en particular, con tanta juventud corriendo y revoloteándole los huesos.

Ni siquiera al idiota de Luk deslizándose por el pasillo, siempre en patinete, dejando una estela flotante de adrenalina y feromonas a su paso. El idiota de Luk en su bólido espacial. No, ni siquiera lo miraba a él. Pero hoy me mira a mí, directamente, y su mirada es penetrante. Un esqueleto que desea cuanto antes una piel nueva, para recordar cómo era eso de acariciar, por las noches, una mejilla sin ninguna arruga. Para recordar cómo se le erizaba el vello cuando entraba una mujer rubia en el garaje.

4

Todavía estoy soñando. Puedo oír de fondo un grupo de grúas comiéndose una montaña incendiada. Dos nubes que se solapan. La hierba que vibra y luego languidece. Y más cerca de mí, la voz de la profesora Norma, clasificando por tipos:

1. Moléculas unicelulares.

2. Moléculas pluricelulares.

Ella continúa con la lección. Nadie se ha dado cuenta de que falta el esqueleto Marvin, firme, con sus cuatro ruedas en cada pie, en lo alto de la tarima. Nadie se ha dado cuenta de que está en mi sueño, metido, como la muerte se mete en las casas, en los dormitorios, en el borde de las aceras donde se agolpan enormes puñados de ramos de flores, unos encima de otros, formando un ecosistema de otoños secos, sauces distraídos y monótonas grietas.

Esqueleto Marvin: tienes las rodillas triangulares.

Justo ahora me acuerdo de esas flores amarillas que, con inexplicable rapidez, se marchitaron alrededor de una señal de tráfico.

Por favor, gire obligatoriamente a la derecha.

Por favor, haga lo que indica la señal.

De las flores amarillas ya no queda ni rastro. De los muertos, tampoco.

Tan solo un esqueleto.

Quiero despertarme. Volver a las moléculas unicelulares. A mis compañeros, todo.

¿Nadie echó en falta mi perfume? ¿Tampoco mis bostezos entre frase y frase? ¿Ya no estaba allí con ellos? ¿No ocupaba, como cada tarde, mi espacio físico habitual?

Quizá la muerte sea esto. Un esqueleto que me sueña muy profundo a altas horas de la noche. Quizá la muerte sea un pupitre garabateado de estudiante de 4º B.

¿Todavía debe de ser viernes? ¿He traspasado la franja horaria en la que nadie recuerda ya nada de las clases y comienza el fin de semana?

5

Señales que algo está vivo:

1. Se mueve.

2. Parpadea.

3. Tiene una sombra a su alrededor.

4. Traga saliva, tiembla, respira.

5.  Sufre un leve picor de espalda.

Siempre me había dado la sensación de que el esqueleto Marvin estaba incómodo, en su pose tan perpendicular. La cabeza encorvada, mirando directamente al suelo, los brazos rectilíneos, las vértebras ondulantes, a todas horas bostezando.

Una figura inservible, un trozo de plástico colgado de una percha gris.

Me acerco, en silencio.

Está demasiado pálido el esqueleto de enseñanza secundaria. Reflejos de luna le maquillan con suavidad el cráneo, ninguna cicatriz a la vista. Imagino que sería un buen lugar donde construir un nido de gorriones o quizá podría resultar algo indecoroso para Maximilian, el jefe de estudios.

Esqueleto de escuela. Cráneo vacío de tiempo.

Posiblemente funcionara mejor como muñeco espantapájaros, en campos elíseos, frutales. Quién tuviera habilidad para espantar a los buitres sin tan siquiera un pestañeo. Me acerco más. Tiene una mancha muy cerca del esternón. Barro, sangre, mercromina. Me quedo mirándola. Es una mancha atípica de mantel de cuadros, en un esqueleto sucio, polvoriento, como el de Marvin. Una hormiga zigzaguea entre sus costillas. Busca algo entre el desierto óseo, desnudo del esqueleto Marvin. Una miga de pan, la arena dorada de los insectos. Insectos en el cuerpo, dentro del cuerpo, aleteando muy fuerte y una telaraña que va desde el húmero hasta la rótula, desde la rótula hasta los talones, desde los talones hasta la pared y allí acaba, majestuosa y redonda, formando algo así como una tumba de espiral.

Entre la tela de la araña, una mariposa que agoniza. Ni rastro de la araña. Pero volviendo al cuerpo del esqueleto Marvin:

1. Dos garrapatas.

2. Una reacción alérgica al polen.

¾¿Petra?

Alguien ha abierto la puerta. Una ráfaga de viento rebota contra los cristales de las ventanas del aula y las hace temblar. El pasillo ilumina la habitación. Vienen a buscarme. Son Maximilian y la profesora Norma. Les acompaña el idiota de Luk.

¾¿Qué haces aquí?

Estaba a punto de besar en la frente al esqueleto Marvin. De coger entre mis brazos toda esa cantidad de huesos juntos, que se encogen por la noche, que destiñen durante el día, que se pudren despacio, disimuladamente, con reformas y más reformas, con pinceladas de pintura blanca y largos baños de barniz al agua.

1. La descalcificación de un hueso en un lugar que no le pertenece.

2. El castañeo acelerado de una dentadura postiza.

3.  La muerte inamovible y blanca que desespera en un colegio de extrarradio.

Pero eso no se lo puedo decir ni a Maximilian ni a la profesora Norma. Ni siquiera al idiota de Luk.

¾No estaba haciendo nada.

De fondo, las grúas han destruido por completo las montañas incendiadas. El paisaje es otro. Está a punto de atardecer. Vuelan restos de cenizas volcánicas. Pasa un avión que alborota las formas de las nubes. Hay cierto malestar inexplicable en el cielo. Desde hace algunas horas graznan muy fuerte las cornejas.

Salimos los cuatro del aula de biología, la profesora Norma, Maximilian, el idiota de Luk y yo.

El esqueleto Marvin se queda allí solo, anclado.

 

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