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Prólogos

Chejfec: andar, observar y conocer

Por Alejandra Laera

"Esté o no de viaje, se trate del narrador o de un personaje, sea en la realidad o en la ficción, Chejfec configura escritores que parecen estar siempre de visita, que tienen la disponibilidad y la disposición del visitante".

Por Alejandra Laera.

 

Y ahora a seguir paseando. Es divinamente hermoso y bueno, sencillo y antiquísimo, ir a pie. Suponiendo que zapatos y botas estén en condiciones.

ROBERT WALSER, El paseo (1917)

 

¿Quién es el visitante? Un recién llegado, escritor, pasea por una localidad de la provincia de Buenos Aires invitado a un festival de literatura. Mientras recorre la ciudad, observa a su alrededor y mucho de lo que ve le despierta un recuerdo, alguna asociación literaria o artística: puede ser Aballay, el bandido protagonista del cuento de Antonio Di Benedetto; puede ser el joven Santiago Avendaño, cautivo de los indios a mediados del siglo XIX y autor de unas memorias; puede ser el Quijote o Martín Fierro. El visitante recorre el lugar con un andar mesurado que le permite hacer con su mirada una suerte de travelling, a lo largo del cual personajes y motivos se derivan, se enlazan. ¿Es posible encontrar allí, en ese andar que modula el ensayo “Ficciones de un visitante” con el que se abre este volumen, una clave de lectura de la narrativa de Sergio Chejfec? ¿Hay algo, en ese modo de moverse, que propicia una cierta mirada, que configura una poética?

Andar, caminar. Un tipo de movimiento del cuerpo, un ritmo orgánico, una respiración, unas pausas especiales, detenciones más o menos mínimas. Y un modo particular de la observación: hacia abajo, viendo por dónde se camina; alrededor, contemplando, ocupando un espacio más o menos libre; incluso hacia arriba, proyectando la mirada o cubriéndose de la intemperie. Fuera del ritmo mecánico, fuera de toda clase de máquina, el cuerpo parece echarse a andar solo, aun cuando no lo haga exactamente así: así como la máquina tiene su propia velocidad a expensas de los obstáculos que se le crucen, el cuerpo sigue la suya. Y sin embargo, no siempre a través de esos movimientos del cuerpo se va diseñando una poética. No en todos los casos, tampoco, esos movimientos pueden pensarse a la luz de una historia literaria y cultural del caminar. Y menos aún, como quiero proponer para leer este volumen de ensayos de Sergio Chejfec, se trata de que ese modo de andar conlleve un modo de conocer.

Desde el comienzo, en las narraciones de Chejfec hay situaciones en las que los personajes caminan. Es caminando como el protagonista de El aire (1992) incursiona en los márgenes de la ciudad y descubre la tugurización de las viviendas, las prácticas de recolección de botellas por las calles, unos modos de vida que le cuesta reconocer. Es caminando, también, como el narrador de Boca de lobo (2000) recorre una y otra vez un barrio fabril ruralizado, en las afueras de la ciudad, acompañado por la joven obrera con la que mantiene una relación amorosa. Y en una de sus nuevas novelas, La experiencia dramática (2015), el protagonista, un escritor, se encuentra periódicamente con su amiga actriz por las calles de Nueva York, ciudad en la que ambos viven, para conversar sobre la experiencia, los exilios, las lenguas, las traducciones, la representación.

Más todavía: cuando con Baroni: un viaje o Mis dos mundos el narrador protagonista se asimile, aunque nunca completamente, al propio Chejfec, el ritmo del andar ya no será solo de personajes que se desplazan a pie o de narradores que los observan y los siguen, sino del propio escritor. Ello ocurre primero en Baroni: un viaje (2007), en la que Chejfec practica una inflexión con respecto a su narrativa anterior al apelar a esa primera persona que sirve de pasaje fluido entre realidad y ficción poniendo en suspenso toda distinción; allí el narrador visita a la artesana venezolana Rafaela Baroni en un pueblo de las afueras de Caracas, y juntos pasean por la casa mientras ella le muestra sus santos de madera, sus utensilios, sus jardines. Y ocurre después en Mis dos mundos (2008), con el escritor, que ha viajado a una ciudad del sur de Brasil para participar de una importante Feria del Libro, y pasea por un enorme parque mientras observa el paisaje que lo rodea y reflexiona sobre su relación con la escritura.

Como si dijéramos: esté o no de viaje, se trate del narrador o de un personaje, sea en la realidad o en la ficción, Chejfec configura escritores que parecen estar siempre de visita, que tienen la disponibilidad y la disposición del visitante. Y para ello, aun cuando no lo haga de manera excluyente, privilegia el momento en que andan a pie. Porque es ese movimiento, más allá del medio de locomoción, el que marca el ritmo de la observación, el que configura el modo de mirar, el que habilita, propongo, el conocimiento. Es en ese punto, justamente, donde la figura del visitante avanza sobre la narración y se instala también en los dominios del ensayo, en particular, de esos ejercicios ensayístico narrativos tan frecuentes en la obra de Chejfec y que componen este nuevo volumen. Porque la figura de ese “visitante” o, para usar otra expresión presente en algunos de sus textos, de ese “recién llegado”, que habla muchas veces de sí mismo en tercera persona, permite que un ensayo, como el ya mencionado “Ficciones de un visitante”, se acerque a una narración como Baroni: un viaje, donde el desdoblamiento de la primera persona comienza a hacerse más notorio. En Chejfec, entonces, y de un modo que atañe a la misma concepción de la escritura, se trata de caminar en tanto modo del conocer.

A esta altura, resulta casi evidente que el tipo de desplazamiento jugado en la noción de visita (a veces acotada al paseo) que propongo para pensar la poética de Chejfec se diferencia del gran desplazamiento del que a su vez se desprende o recorta: el viaje. Por lo menos, lo hace tomando dos vías. Por un lado, la visita es una módica, casi doméstica, inflexión del viaje exploratorio. En lugar de la exploración de los espacios para vivir allí aventuras o para descubrir lo desconocido, propicia en el visitante un conocimiento discreto, siempre incompleto y provisorio, ya sea de la naturaleza del mundo y de las cosas, ya sea de sí mismo de los otros. La peripecia, acá, consta de pequeños hechos, de detalles, pero en la exploración mental del visitante, podríamos decir, esos detalles organizan cadenas impensadas de sentidos que se amplían, se fugan, arman mapas de otro orden. Ese movimiento de recién llegado permite acompañar la morosa secuencia de planos iniciales que muestran a un barco y un hombre arribando a Londres en un filme de Béla Tarr (“El obstáculo necesario”). O seguir por las sombras al mexicano Salvador Novo en la Buenos Aires de los años treinta y, casi sin solución de continuidad, volver a Europa con Gombrowicz tras dejar final y definitivamente la Argentina en los sesenta (“La pesadilla”).

Pero la visita se diferencia también, por otro lado, del viaje cosmopolita en el que se consumen novedades o se busca vivir una experiencia moderna. En ese sentido, los visitantes de Chejfec no se parecen a aquellos otros viajeros de a pie que paseaban por las ciudades europeas y se atribulaban tratando de esquivar los carruajes, en el siglo XIX, o los automóviles, a comienzos del XX, tal como cuentan desde París Domingo Faustino Sarmiento o Rubén Darío en cartas y crónicas. En los caminantes de los que hablo, como los de Chejfec, andar a pie no es una minusvalía respecto de aquel que se traslada en coche. Por el contrario, ese retorno al ritmo orgánico es toda una elección. Solo que ese ritmo orgánico no va, según podría esperarse, en contra del ritmo del capital propio de la ciudad moderna, porque no se confronta con él, sino que instaura una circulación alternativa más afín a los rodeos urbanos o semiurbanos del paseante de Robert Walser en el filo de los años veinte. En esa circulación, el plan y el azar se entretejen y dan lugar así a un modo de conocer que de otra manera sería imposible. Es lo que ocurre en “Sobre la ciudad propia”, cuando al protagonista el mapa le resulta insuficiente frente a los imprevistos de la calle. Y también en “Arlt, héroe atmosférico”, descubrimiento, a través de la compulsión arltiana a caminar, de una imagen del escritor que nos incita a releer sus textos desde ese desplazamiento de la perspectiva.

Ahora bien, el visitante de Chejfec se entrega a los ritmos variados del andar, pero a la vez los excede para convertir la visita en toda una actitud. Si el visitante es aquel que en ese andar encuentra un modo de conocer, es también aquel que hace de la visita una disposición particular para la observación y el conocimiento. Me refiero a que el visitante observa, consulta, revisa, recuerda, compara, asocia, piensa, enuncia, dice sin confundirse nunca con su objeto, siempre en su actitud sostenida de recién llegado. Y lo hace en su sentido más literal, cuando se trata del motivo efectivo de una visita, como también en su sentido más figurado, cuando visita ya no lugares o personas, sino los libros y los autores o la memoria y el pasado. Así,en este volumen,ensayos que narran todo aquello que desata la visita a la ciudad de Azul (“Ficciones de un visitante”) o al estudio de su amigo artista Eduardo Stupía (“Tercer miércoles de julio (Stupía, estudio)” se vinculan claramente con ensayos que hablan de viajeros (“La pesadilla”, “Sebald en la cámara de silencio”) o de experiencias urbanas del habitar y del exilio (“Retorno sin reparación”, “La música de las anomalías”). Pero además, en esa disposición a conocer de recién llegado, se relacionan con ensayos en los que me gusta pensar la visita como un modo a la vez decidido y breve de acercarse al objeto, ya sea un archivo, una biblioteca, un libro o un escrito (“Un poema de Ida Vitale”, “De un viejo prólogo a Hospital Británico”). O si no, pensar también la visita como acercamiento, como paseo, por otras zonas de la experiencia esté- tica o artística, como puede ser la fotografía o la música, además de la narrativa y la poesía (“Cortázar, la imagen deslizada”).

Lo que propongo es que la figura de la visita, y su protagonista, el visitante, reúne, en un amplio rango que va de la mayor literalidad a un uso ampliamente metafórico, objetos e intereses muy diversos, que por esta vía encuentran, tanto en el tipo de abordaje como en su propia naturaleza, una cierta afinidad. La visita es un modo de conocer porque las impresiones que deja tienen o bien algo de revelación, o bien algo de reactualización, pero también de lo siempre transitorio. La visita nunca es la instalación cómoda o la naturalización del estar en un lugar, sino que, en sus impresiones, hay un resto de distancia o extra- ñeza, aquella que acompaña al que llega pero que en cualquier momento se vuelve a ir, al menos por un tiempo antes de volver.

 

 

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