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Sobre Benesdra

Salvador Benesdra es el autor de El traductor y El camino total, ambos publicados por Eterna Cadencia Editora.

Por Alejandro Rubio.

salvador benesdra

Para Benesdra, escribir es vivir una crisis y tratar de encontrarle solución. Lo primero lo ubica cómodamente como uno más de los narradores aparecidos durante la decadencia y demolición del Estado de bienestar argentino; lo segundo lo convierte en una excepción. Efectivamente, a partir de los 80, en los ambientes artísticos e intelectuales, estaba mal vista la búsqueda de soluciones a los problemas individuales y sociales que la crisis argentina hacía brotar por todos lados. Se aconsejaba firmemente concentrarse en la descripción y la crítica, en la presentación de una situación problemática; las soluciones, se decía, no son asunto nuestro. Eran el asunto de otro tipo de intelectuales, más tecnocráticos, que ideaban y llevaban adelante las soluciones a los problemas nacionales que se sucedieron en los 80 y 90: la izquierda renuncia a hacer la historia, relevada por la derecha, y se dedica a contarla. Benesdra también cuenta, es más, el vector hacia el futuro de su prosa narrativa no ceja jamás; pero en los entresijos de ese relato incesante y voraz, producto y productor de un soliloquio aun más abarcativo, se exponen ideas, argumentos e intuiciones sobre un momento histórico no solo nacional, sino mundial.

 

Benesdra fue periodista de asuntos internacionales y eso se nota mucho en El traductor. Saber qué pasa y hacia dónde va el mundo es una obligación que Ricardo Zevi, protagonista y narrador de la novela, se impone por razones ideológicas, cognitivas, étnicas y pragmáticas. Es un marxista: su ideología es universalista y no cree en excepciones locales. Es un traductor: está entrenado en identificar los grandes y pequeños rasgos de lenguas y culturas que no son las nativas. Es un judío: pertenece al pueblo que sobrevivió dos mil años sin territorio nacional, demostrando una capacidad extraordinaria de adaptación a ambientes diferentes y hostiles. Finalmente, Zevi, traductor marxista y judío, se ve impelido a una búsqueda de nociones firmes sobre el presente mundial porque la URSS se desmorona, en la editorial de izquierda donde trabaja no se está exento de los drásticos cambios en las relaciones laborales que la nueva etapa del capitalismo exige, y está enamorado de una salteña adventista y frígida.

Estas son las determinaciones constructivas, análogas a las que se pueden reconocer en ese afuera del texto que llamamos realidad, que disparan una capacidad novelesca que por lo caudalosa y decimonónica no tiene igual en la narrativa argentina de los últimos cuarenta años. Benesdra, en realidad, no es autoreflexivo como escritor, no tiene esa vigilancia desconfiada sobre los instrumentos del lenguaje y su capacidad de retratar algo distinto a ellos; no les debe nada a  Saer y a Aira. Sin embargo, su discurso está plagado de referencias literarias, desde Cambaceres a Kafka. El traductor es, en un nivel menor pero gratificante, un diario de lecturas y un programa de entrenamiento para volverse un escritor. Totalmente alejado de la sofisticación del arte por el arte, para Benesdra las ficciones que valen deben iluminar la situación del  lector, y se es más sensible a la gran literatura cuando más compleja y angustiosa es la situación que se vive. Esa alta pretensión, totalmente pasada de moda, es lo que lo guía a elaborar un estilo de nivel de lengua culto pero corriente, rico en metáforas que no buscan sorprender ni deleitar, sino explicar, de paleta amplia para el análisis psicológico, que brilla en la creación de situaciones dramáticas cuya tensión interna e impacto emocional son medidas eficazmente, que no deja de acumular referencias y asociaciones extraídas de una memoria personal y cultural como ya no abundan demasiado.

Todo en el libro, desde las argucias de una patronal cínica, los intentos de resistencia colectiva, una historia de amor extendida en el tiempo y llena de matices, las teorías políticas e históricas, son mediadas por un monólogo confesional cuya verdad nunca puede ponerse en duda, sobre todo porque no vacila en decir lo peor de sí. El traductor es un diagnóstico desilusionado sobre la miseria que puede existir en la vida de un pequeñoburgués porteño ilustrado. Generalizando a partir de Zevi, se lo puede leer como una historia decadentista de la clase media de Buenos Aires desde los 60 hasta los 90. Constan en él las deficiencias educativas, la proletarización, las penurias económicas, las contradicciones sentimentales, de un sector urbano que vivió el cosmopolitismo y la comparativa abundancia económica de los 60 y vio cómo sus precondiciones sociales mutaban hasta arrinconar a sus últimos representantes en el incómodo lugar en que se encuentra Zevi: sin profesión, sin clara identidad política, con débiles vínculos familiares, eróticamente insatisfecho, sin propiedades de valor. Gran parte de la fuerza de la novela, Benesdra lo sabe, depende de un pase de manos que convierte a este antihéroe de novela rusa en un verdadero foco de análisis de su entorno, no solo en un ejemplo de él.

Y Benesdra lo logra. Las disquisiciones teóricas de Zevi son tan interesantes como sus vivencias de pequeño burgués sufrido. Y esto no se logra  a la manera de Arlt, contraponiendo las grandes ideas a la vida sórdida que demuestra su irrisión, sino dotando al personaje de una inteligencia que puede dialogar con la del lector. Zevi es lúcido, racional, analítico, indagador; cree firmemente en la razón y la ejerce tanto en los asuntos personales como laborales y teóricos. Pero por el envés de esa inteligencia se llega directamente a la locura. Las páginas que narran el proceso delirante al final del cual Zevi es internado por orden judicial en el Borda están tan pegadas a esa inteligencia traicionera y doble que oscilamos entre fascinarnos por la alta articulación de su delirio o ceder al patetismo de la deriva hacia la oscuridad que expone.

El dolor psíquico es el gran tema de Benesdra. No lo encara de un modo psicoanalítico. El Camino Total, su anómalo, y sin embargo fiel a las reglas del género, libro de autoayuda abreva en el Zen y la neurociencia para elaborar un método de autoperfeccionamiento que hace de ese dolor el elemento más abundante para construir la felicidad. El cavilador Zevi se vuelve el sufriente a curar y no será a través de la conciencia racional que se logre esa cura, sino a través de la intuición sensorial y sin palabras del hemisferio derecho del cerebro, nuevo héroe de nuestro autor. El camino total es un canto al vacío, a la ausencia de representaciones, una lápida más sobre la filosofía y un acto de fe en las coincidencias inesperadas entre las disciplinas del cuidado de sí orientales y los hallazgos de la ciencia médica occidental. Estas coincidencias vienen a relativizar todo lo que ocupa a Zevi: el futuro de las promesas emancipatorias de la revolución y el amor pasional. Ahora Benesdra dice: debemos adaptarnos a este mundo horrible, no intentar fugar de él. Cuando, yendo de lo menor a lo mayor, hayamos logrado una vida productiva, podremos pensar en las reformas necesarias. Hay un irónico giro foucaultiano en Benesdra: los micropoderes  que presionan en cada lugar, por mínimo que sea, de la vida social, son fantaseados como agentes de un estado social superior que pone coto a las excepciones patológicas, y el cuidado de sí no es fruto de una deliberación de la autonomía personal, sino una renuncia metódica (“Usted no tendrá ninguna libertad”) a los hábitos mentales que nos hacen percibir inútil y constantemente esa autonomía. Ir por la línea de menor resistencia es el lema para escapar a la locura de Zevi, que siempre choca, que no evita el conflicto. Benesdra insiste en que el método que expone es fruto de la experiencia. Tal vez, al momento de la escritura de El Camino Total, creyó haber exorcisado a Zevi, al que demasiado fácilmente se puede llamar su doble ficcional. Su suicidio, sin haber logrado la publicación de ninguno de sus libros, nos muestra que nunca sabemos cuándo vamos a decidir que no toleramos más dolor.

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