"Toda literatura reside en la infancia"
Jueves 22 de octubre de 2015
Libros para chicos escritos por poetas: novedades recomendadas y algunas preguntas a cuatro de los autores argentinos contemporáneos más maravillosos que produjo este cruce. Laura Wittner, Roberta Iannamico, Ezequiel Zaidenwerg y David Wapner.
Por Valeria Tentoni.
¿Qué hay entre la poesía y los chicos que se lleva tan bien, que se entiende con la magia de las correspondencias ancestrales, quizás inclusive desde antes de la palabra como palabra la entendemos hoy, cuando todo se decía con manchas sonoras y daba lo mismo que hablara un pájaro, la madre, un amigo o el viento? Para pensar un poco alrededor de la poesía y de los libros que disfrutan los chicos, conversamos con cuatro escritores maravillosos y recomendamos sus trabajos.
Para empezar, una novedad. Laura Wittner y Mariana Ruiz Johnson acaban de publicar Veo veo, conjeturas de un conejo (Ediciones Tres en línea). Wittner es autora de Eso no se hace, que salió también este año, y de La noche en tren, además de su delicadísima obra de poesía, que podemos disfrutar en títulos como La tomadora de café. Ruiz Johnson, por su parte —ilustradora que este año fue destacada con el Premio Silent Book Contest 2015 por Mientras dormís—, trabaja con destreza en la elección de sus paletas, produciendo sistemas de colores exquisitos para sus figuras, y ya habíamos recomendado de ella su versión de Los tres chanchitos.
El primer texto que Wittner escribió pensando en lectores niños fue Gato con guantes, y cuenta la secuencia así: “Recuerdo ir por la calle y empezar a repetirme mentalmente los versos, a calibrar la métrica, la rima. Cosas que siempre aprecié y que estoy segura de que me iniciaron en mi gusto por las palabras. Mi escritura en general no usa métrica y rimas regulares, aunque yo siempre lo incluyo como un elemento importante de lo que escribo. Pero cuando apareció esta historia me llevó intuitivamente de regreso a la canción, y decidí probar con un texto así. Supongo que tuvo mucho que ver con ese gusto de la infancia por la poesía medida y rimada”. Para ella, también traductora, el panorama nacional es auspicioso: “Se están haciendo muy lindos libros para chicos en Argentina. Tengo la sensación de que hubo un gran salto de calidad en los últimos años. De que entró en acción mucha gente talentosa e inteligente: editores, autores e ilustradores”.
David Wapner es autor de cantidad de títulos, como los Piojemas del piojo Peddy y Canción decidida, además de músico, narrador y titiritero. El primer poemario que publicó, por Libros de Tierra Firme, se llamó Bulu-Bulu, y salió con un epígrafe de una chica, Aldana, de cinco años, según se consigna, que dice: “déjenos vivir nuestra vida/ y nuestra vida es hacer lío/ y revolcarnos por el piso”. ¿Qué había ya, en ese libro extravagante, que se abriría en los que vendrían de Wapner? “Había un imaginario que, con variantes, con mutaciones, derivan de un núcleo de imágenes, sonidos, fonemas, gestos que me acompañan desde de mi infancia. La poesía, que en un sentido amplio abarca el espectro que va desde el germen del poema hasta todas las formas de la ficción, es el intento humano de dar forma a lo amorfo, a ese ruido interno, con resultados siempre parciales y transitorios. En este sentido, no hay diferencia entre lo que escribís para niños o adultos. La división parte de una necesidad o conveniencia accesoria, que no representa la esencia, y a partir de la cual se toma una decisión: esto es para acá, esto para allá. Para mí, toda literatura reside en la infancia, allí está en su máxima potencia. Pero el niño no desarrolló el repertorio técnico del adulto. Y el adulto perdió la infancia. En esa paradoja se mueve el poeta”.
—¿Puede que sea el territorio, en ambos casos, de una libertad muy libre?
—Yo me decanto por afirmar que en la literatura para niños, como sucede con la poesía, no se debe escribir con segundas intenciones. Un libro de poesía o ficciones para niños no necesita ser funcional a ideas preconcebidas, de avanzada o retrógradas. Para eso están las obras de divulgación de todo tipo de materias, las cuales, entre paréntesis, amé en mi infancia. “Libertad” es un concepto voluble, pasible de ser manipulado. El arte, la poesía, se trata de un juego, de una puja permanente entre la intención y la contención. Los escritores ejercemos la libertad de pujar, luego, cada uno recoge lo que puede. En este sentido, sí, ambos casos son lo mismo, eso es lo que hago yo. El problema es que, todavía, a pesar de ciertos avances, el mundo de la lijteratura está copado por segundas y terceras intenciones.
—¿Cuál creés que es el mayor problema de los libros que se editan para chicos?
—Si me preguntás por problemas intrínsecos al contenido, estos son, básicamente, los mismos que los que se plantean en los libros editados para otros sectores-recortes (adultos, hiperadultos, mayores, mayores plus, ancianos, centenarios) con particularidades específicas. El más importante, para mí, es la creencia de que la lijteratura es un género. En la lijteratura actúan todos los géneros y sus hibridajes. Un ejemplo de híbrido es el álbum ilustrado. Pero algunos insisten. Es un problema que viene de la época en que los lijbros eran considerados un sub-género. Como acto de reparación, fueron ascendidos a género. Pero el problemazo de los lijbros, y que excede a su contenido, es la intermediación. Las editoriales argentinas confían demasiado en las compras institucionales. De este modo, los estados, tanto los provinciales como el nacional, se convierten en los principales distribuidores de lijbros. Y eso está bien, porque de este modo es posible llegar a los sectores menos favorecidos y da trabajo a los escritores. Por el otro, esto achancha a las editoriales, que descuidan la prensa y difusión, descuidan la crítica, y dejan que toneladas de libros no elegidos para las grandes compras se sequen y hagan invisibles. Y el lector, el niño lector, también se achancha: si el libro le llega desde el Estado, desde la escuela, leerá por compromiso, a lo sumo porque está bien hacerlo y porque los chicos son buenos. Lo que de veras le interesa lo buscará y encontrará en otra parte. El único espacio en donde el lijbro adquiere sentido y llega a sus destinatarios es la biblioteca pública. En ellas hay que poner toda la fuerza e inteligencia. De lo contrario, se corre el riesgo de convertir a la Lij en una realidad-globo, y a sus autores y actores, en habitantes de una nube de pedos.
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“Todo es juguete, por lo tanto metáfora. Todo es lo que es y además más y otra cosa, como decía Alejandra”, explica, desde Sierra de la Ventana, Roberta Iannamico, también poeta, también, como Wapner, cantarina, hacedora de libros como Celeste perfecto y El collar de fideos. Su libro Nariz de higo está catalogado, por Pequeño editor, en su colección “Incluso los grandes”. ¿Qué idea de lector futuro estaba en ella, si alguna, cuando lo escribió? “Cuando lo escribí no tenía ninguna idea de lector. Pero sí pasó que me pareció un poema distinto a lo que venía escribiendo en ese momento. Me recuerdo leyéndoselo a amigos con entusiasmo, año 94, 95. Así que algo le veía ya en su origen, eso de puerta que se abre, que finalmente fue. Ese poema estuvo incluido en un librito que saqué en VOX en el 97, osea que ahí visualizaba un lector adulto. Cuando Ruth Kaufman me propuso publicarlo para niños me pareció una idea muy loca, pero ella estaba convencidísima. Y tenía razón, porque es increíble cómo el poema ganó y se desplegó en ese bello libro con las ilustraciones de Bianki. Y ahora lo veo en los jardines y me cruzo con sus lectores y pienso que son los lectores perfectos. Me enorgullece mucho”, responde. “Argentina es un país de buenísimos escritores de libros para niños, recomiendo leerlos: María Elena, Laura Devetach, Graciela Montes, Ema Wolf, Iris Rivera, David Wapner, Ricardo Mariño, Juan lima, Gustavo Roldán, Nicolás Schuff, Sandra Siemens, Laura Escudero, Laura Forchetti, Javier Villafañe y tantos tantos otros que injustamente no nombro, como siempre me pasa al responder este tipo de preguntas”, agrega, y a esa lista de recomendados suma: “Hay un libro precioso de Lispector, El conejo que sabía pensar. Me gustan mucho los libros album de Anthony Browne, adoro La naranja maravillosa de Silvina Ocampo, los cuentos para niños de Oscar Wilde que tuve la suerte de leer en mi infancia, los de Roal Dahl, Christine Nostlinger, Edward Gorey, Edward Lear (capos los Eduars) y uno imperdible, especialmente para poetas, es Quiere a ese perro, de Sharon Creech”.
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La ilustradora Raquel Cané, trabajando con apenas dos tintas, logra acompañar los limericks de Zaidenwerg en Sinsentidos comunes con gracia y contundencia en la preciosa edición del primer libro ilustrado con que se anima Bajo La Luna. El traductor y autor de poemarios como Doxa cuenta que el trabajo conjunto fue, para él, una revelación: “La ‘poesía’ tradicional obliga a quien la practica a una soledad que a veces es dolor y muchas otras, pose. Raquel y yo trabajamos en tiempo real, y ella reaccionaba a mis ideas verbales tanto como yo a las suyas, visuales”.
En ese libro, Zaidenwerg trabaja con una caja formal que ya había aprovechado, por caso, una maestra como María Elena Walsh en Zooloco. ¿Qué habilitan los limericks, esas siluetas poéticas rimadas? “Desde hace muchos años convivo con una insana obsesión por la métrica. Para peor, en los últimos tiempos se ha visto agravado por un renovado fanatismo por la rima, que es bellísima y revolucionaria y que tiene, muy injustamente, mala prensa. Si bien ya había experimentado de manera esporádica con el limerick, en esta ocasión me planteé deliberadamente utilizarlos para practicar la rima. Una buena parte de los limericks, si no la mayoría, los compuse oralmente, y debían someterse al test de la memoria para incorporarse al libro”, dice.
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—¿El sinsentido es un modo de la libertad?
—Creo, con Luis Cernuda, un poeta que amo, que la libertad no es de este mundo. De ese verso (del poema “Birds in the Night”, sobre los amores de Rimbaud y Verlaine) se desprenden dos interpretaciones posibles: que la libertad no existe; o que sólo existe en un mundo diferente de éste. Yo creo en ambas: la libertad no existe –sobradas pruebas de ello nos ofrece nuestra experiencia diaria como sujetos del neoliberalismo– pero para vivir, como escribió uno de los poetas aludidos en el poema de Cernuda, hay que reinventarla. Tal vez el sinsentido sea no una puerta ni un puente sino un pequeño tragaluz a ese otro mundo que deseamos. Pero no me refiero a un sinsentido sin sentido, un capricho privado. Hablo de uno común, que podamos pasarnos los unos a los otros y sostener en el aire aunque sea un ratito como un globo o una pelota playera.
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Al libro de Zaidenwerg lo recomienda Wapner, y también recomienda estos otros: "Pequeñas teorías sobre Comportamiento Animal, de Andrés Sobico (conozco el manuscrito original y me decepcionó que haya sido publicado con dibujos diferentes a los del propio Sobico, que eran buenísimos); La camisa fantasma, de Roberta Iannamico; Loro hablando solo, de Juan Lima; El paraíso viviente, de Mario Varela; Escondidas, de Valeria Cervero; Sumamente Hormiga, de César Bandin Ron; Como si fuera su novia, de Osvaldo Bossi; 23 micricuentos, de Eduardo Abel Giménez (en formato experimental, rollitos envasados en un frasco de vidrio)”.
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Dos preguntas compartidas
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¿Hay un puente entre la escritura de poesía y la de libros para chicos? ¿Hay algo que aprovechan esas dos escrituras en común?
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Zaidenwerg: Más que un puente me parece que debería haber una hamaca, un ida y vuelta, un movimiento. Hay, me parece, cierta inmovilidad en las maneras en que concebimos y experimentamos esa cosa que llamamos poesía: a pesar de los esfuerzos de esos vanguardistas que fueron los románticos y esos románticos que fueron los vanguardistas, o más bien gracias a ellos, la poesía pareciera seguir siendo cosa de inadaptados y de élites, de chicos a los que sus madres les dijeron que eran especiales, o a quienes tal vez no se lo hayan dicho lo suficiente. Les digan o no esta mentira –pero ojalá que siempre les mientan en la medida justa–, los niños son, por naturaleza, a la vez inadaptados y sobreadaptados, tal como deben ser, en mi opinión, los buenos lectores. Fue, además, muy liberador escribir un libro que no se dirigiera específicamente a los lectores de poesía, es decir, a otros poetas.
Wittner: Lo primero que se me ocurre es eso que quien lee poesía está más atento y dispuesto a leer musicalmente y creo que los chicos, en general, hasta una edad, conservan esa disposición que les llegó con las canciones de cuna, las rondas, los arrumacos cantados de sus padres y cuidadores. No van a dejarse sobresaltar porque un relato venga con musiquita incluida, cosa que tal vez podría pasarle a un adulto que emprende la lectura de una novela.
Wapner: Es un mismo impulso, de lo contrario, un libro para chicos es una impostura, una estafa. En Carroll, en el ciclo de Alicia, en La casa del Snark, está todo: el pasado y el futuro la poesía y la antipoesía, la paradoja suspendida por toda la eternidad para niños, adultos, ancianos, perros, gatos, entes abstractos. Lo mismo con el corpus de los hermanos Grimm, antes de ser domesticado por la traducción inglesa, funcional al imperio, que fragmentó el mundo para tener los trozos a su disposición. Aquí está el origen de ese malentendido bautizado “literatura infantil”, que llega a nuestros días con la creación de la sigla LIJ (Literatura infantil y juvenil). Yo, por eso, acuñé los términos “lijbro” y “lijteratura”. Hasta que esa “jota” no se mande a mudar, no podrá hablarse de libros para niños.
Iannamico: Creo que lo que aprovechan esas escrituras en común es la calidad del lector, su idoneidad en la materia. Los chicos son exquisitos lectores de poesía, en el mundo y en los textos. Son en su mayoría poetas. En sus lecturas abiertos, desprejuiciados, gozadores de la musicalidad de las palabras, del misterio de los sentidos, de memorias prodigiosas para las frases (versos) que los tocan, adoran el humor pero también los mundos de lo trágico, prefieren la belleza, la espontaneidad, la condensación de significados, las imágenes, la música en sus lecturas antes que las grandes argumentaciones o tediosas explicaciones. Son videntes, si la literatura los ayuda, pegan el salto directo, si la poesía es trampolín.
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¿Qué es un “libro infantil” para vos? ¿Cómo te llevás con ese término?
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Zaidenwerg: No sé muy bien qué sea un “libro infantil”, pero a vuelo de pluma se me ocurre que debe necesariamente ser un libro honesto. Un libro que no mienta para tranquilizar a nadie, ni a los chicos ni a los adultos, que no diga que el mundo es luminoso y acolchado, sino que lo muestre tal como lo percibimos: muchas veces oscuro, amenazante, y sin embargo lleno de oportunidades para la perplejidad, la risa y la alegría. Un libro que nos ayude a recordar que a veces, para ser un poco más felices, podemos aprender a mirar lo que tenemos frente a nosotros –que a veces es soleado y otras lúgubre, pero muchas otras se nos aparece chato e indistinto– torciendo la mirada y la sonrisa. En ese sentido, ojalá Sinsentidos comunes sea un libro infantil. Y ojalá que lo disfruten, como me divertía leer en las instrucciones de muchos juegos de mesa cuando era chico, “personas de cero a noventa y nueve años”.
Wittner: Suelo decir “libro para chicos” porque no puedo evitar escuchar “infantil” como un adjetivo peyorativo; pero es ridículo, sé que es una ñaña mía y me opongo ideológicamente a escuchar así. Eso en cuanto al término. En cuanto al concepto, no voy a salirme con la iconoclasia de que no debería haber libros pensados especialmente para los chicos; primero porque yo misma disfruté, de chica, que los hubiera, y segundo porque la percepción y los universos de los chicos funcionan con mecanismos particulares que es lindo (si bien tal vez no imprescindible) que algunos libros tomen en cuenta. Yo compro libros hechos para chicos; los compro para mis hijos y también para mí. A veces los compro sólo para mí y se los presto. De la misma manera, cuando era chica leía los libros de mi biblioteca y también los de la biblioteca de mis padres. Pero hay chicos que nunca incursionarían en la biblioteca de sus padres y sí disfrutan mucho con los libros “infantiles”.
Wapner: Un libro infantil es aquel escrito por un niño, o por un adulto muy inmaduro, o compuesto con recursos que podrían considerarse *infantiles*. Parece que Truman Capote, él mismo lo cuenta, ya tenía de niño la madurez necesaria para encarar ficción de gran aliento, y escribió una novela. Pero no es lo más común. La literatura infantil, en general, no se publica, aunque hay algunos casos que sí, en todos los casos, impulsados por padres ambiciosos que quieren hacerse el agosto con la explotación del talento de sus hijos, que, en general, explota y se aplaca como las hormonas, así Rimbaud, o acaba con la vida del precoz casi apenas abandonada la infancia, como le sucedió a Radiguet.
Iannamico: Me da risa “libro infantil”, ese término. Pienso que, más que nada, en lo que se diferencian los libros para chicos de los libros para grandes es, en la mayoría de los casos, en que el texto va acompañado por ilustraciones, cada vez más hermosas y llamativas. Tanta importancia ha ido ganado la ilustración al punto que llega a prescindir del texto muchas veces. Después, como sucede en la literatura para adultos, encontramos libros buenísimos de gran nivel en lo literario y en lo artístico y libros que se publican siguiendo una lógica comercial, estereotipados o, lo que es peor, con “mensaje”, cuya finalidad es educar al niño. ¿Desde cuándo la literatura tiene como objetivo educar (en el sentido de adaptación a los cánones sociales)? ¿No es más bien al revés, como todo arte, algo que subvierte y escapa y cuestiona las convenciones?