El producto fue agregado correctamente
Blog > Entrevistas > "No sé qué es ficción y qué es real"
Entrevistas

"No sé qué es ficción y qué es real"

Cynthia Rimsky

Una entrevista con la escritora chilena, autora entre otros libros de Poste restante y El futuro es un lugar extraño, el último en aparecer aquí. "Ni los personajes ni yo sabemos lo que va a ocurrir, y es un descubrimiento que vamos haciendo al mismo tiempo que el lector", dice de esta novela incómoda que revive los años de dictadura y transición.

 

Por Valeria Tentoni.

“Una novela incómoda”: así se describe a El futuro es un lugar extraño, de la chilena Cythia Rimsky (Santiago, 1962), que este año se publicó en Argentina vía Random House. Antes, de este lado de la cordillera, se había publicado Poste restante, en la excelente colección de crónicas que tiene Entropía. “Entrever lo que ocultan las puertas es la razón que anima al viajero a caminar por las ciudades”, se lee ahí. Entrever lo que oculta la historia política reciente de su tierra natal, parecería, es la razón que animó este otro libro suyo, al que cataloga como el más argentino y ficcional de todos, después de títulos como Fui y Los perplejos.

La primera biblioteca a la que tuvo acceso esta viajera que decidió dejar de peinarse un buen día fue la de su padre, dentista, un ex poeta que había sido también un idealista. “Un hombre de posguerra, completamente desencantado”, lo define su hija. Ahí, Cynthia se encontró con Thomas Mann, Jean-Paul Sartre, “toda esa literatura muy ética”. Después, en sus años de estudiante de periodismo y más tarde en Valparaíso, cayeron en sus manos los libros que circulaban por entonces: desde El Capital hasta el boom latinoamericano. Althusser, Rulfo, Galeano, Benedetti, Roa Bastos y Marx, en remolino.

Hace cinco años que vive en Argentina y en esta entrevista dirá que aquí cambió como lectora y también como escritora. Desde hace unos meses, ya no reside en Buenos Aires sino en Azcuénaga, un pueblo cercano de 300 habitantes repartidos en seis manzanas alrededor de una ex estación de trenes: una locación que parece salida de su libro Ramal. “Buscando, caminando, conversando con la gente, encontramos un lugarcito que estaba bueno. Era un sueño, esas cosas que se te cruzan cuando eres chica, y bueno, lo hice acá. En Chile es más complejo irse a vivir al campo”.

Ahora tiene una huerta, la lluvia y el sol le hacen favores más dedicados. Muestra las manos: tiene tierra hundida en las uñas que no se pudo sacar. Dice que se compró una moto y que con esa moto recorre los caminos de tierra que la llevan hasta los pueblos siguientes: esa aventura es la que está motorizando el libro en el que trabaja ahora, Campos vivos. “Son los recorridos en la motoneta y los cuentos que me cuentan”.

Hoy es uno de esos días en que viene a Buenos Aires, ciudad que visita una vez por semana para dar sus talleres de crónicas de viajes, y de la que se vuelve “desesperada”. Dice que el año que viene planea espaciarlo al doble.

 

¿Te expulsó la ciudad?

Es que si venís una vez por semana, desaparece ese horizonte grande de tiempo. Quiero probar cada quince, para que se ralente bien todo. Además, hay cosas que hacer: conseguir la leña, regar la huerta, hacer el compost, trasladar los gusanos de acá para allá, sacar la maleza del pasto... En realidad yo, cuando niña, era como un pajarito, uno al que le gustaba mucho leer. Leía libros de aventuras, Enyd Blyton, Malcom Saville, ese tipo de libros. Y yo me metí a esto porque en el fondo siempre quise escribir aventuras. O vivirlas. Pero cuando vino la dictadura tuve que ser de izquierda, antidictadura, después crítica. Después, uno se va formando intelectualmente; le empiezan a gustar los juegos de palabras, las formas, y se va olvidando. Y ahora, en el campo, ¡estoy escribiendo una novela de aventuras! Y es como... No sé. Como que te quitas un peso. 

Dijiste "tuve que ser". ¿Hay algo del orden del deber? Entiendo que Chile es un país más requirente, en algún sentido, con el intelectual -aunque no sé si te identificás con esa palabra- que Argentina.

Sí, con el intelectual y también hay un deber social que acá está más mediatizado por el peronismo. Pero allá, que es un estado mucho más descarnado, eso le pone cierta urgencia a la escritura: uno no se puede hacer el huevón.

Es algo que señalan mucho en tus libros, la carga política: ¿es tu manera de procesar ese deber?

Yo creo que más que político, hay un alto contenido crítico. Y este libro, El futuro es un lugar extraño, fue considerado un libro incómodo. Creo que el nivel de crítica que tiene, me da la impresión, es ya la vuelta de la vuelta. La crítica como una mirada que busca desmontar todo, el desmontaje de un cierto discurso. Y es que en Chile además hubo un desmantelamiento. En tiempos de la dictadura, había -ahora no sé si grande o pequeño, en ese momento uno lo veía muy grande- muchos partidos de izquierda y al menos tres con brazos armados, todos con muchísima organización social. Ahora no hay nada. En Chile se erradicó la política. La política quedó en la elite de los diputados, senadores. No hay tejido social. Acá yo paso por un local, de cualquier partido, haciendo actividades, y me quedo sorprendida como los argentinos en los shoppings de Chile. Allá eso no existe. Los partidos tienen un local central, donde funciona la dirección, pero no tienen en los barrios. El problema es que todo eso fue diezmado por la misma concertación democrática que sucedió a Pinochet: la transición fue el desentenderse de todo eso, de todas las organizaciones que lucharon contra la dictadura y posibilitaron la democracia. La democracia teminó siendo una democracia de acuerdo, una democracia cupular y elitista, y se olvidaron de todo.

¿Cómo fueron esos años de la transición?

Había un grupo muy crítico a la transición, y no nos daban trabajo. Por ejemplo, yo postulaba a hacer guiones y los encontraban muy aburridos, muy pensativos, me pedían más acción. Todo tenía que ser para entretención. Entonces nosotros, que teníamos otra mirada, empezamos a quedar relegados y a ser vistos como sospechosos. Siempre había un problema con lo que yo escribía. En 2011, cuando fue el terremoto, cuando emerge todo ese movimiento estudiantil, se da un espacio a toda esa gente crítica. Y todo empezó a cambiar. La Caldini se pregunta, justamente, ¿quién he sido yo todos estos años de transición en que acepté todo eso y por poco me sentía culpable por pensar distinto? Con el terremoto, se empezó a develar que había voces distintas, que había distintas maneras de crecer como país. Realmente se cayeron muchas cosas, se hizo visible que la realidad no era como se la pintaba. Por eso para la novela yo pesqué ese terremoto y ese punto de inflexión con la protagonista.

¿Vivías de hacer guiones?

Sí, de televisión, un par de cine, documentales. Guiones para televisión nacional en los que te decían que la gente es tonta y hay que repetir las cosas, hacerlos simples. Fue así toda la transición hasta que el movimiento estudiantil hizo explosión.

¿Dónde empezaste a escribir El futuro es un lugar extraño, ya acá?

No, lo empecé a escribir en Chile, pero no le encontraba la vuelta. Es que es muy complejo encontrar un punto desde donde contar una novela que es bastante política: el problema era qué contar. Quise partir del olvido. El personaje de La Caldini, que es un nombre argentino, es el de una persona que no recuerda. Cuando recuerda, eso no la lleva a nada, entonces lo que ella busca es revivir. La idea de memoria, de pasar de nuevo por el corazón. Además tiene que ver con mi concepto de la literatura: que las cosas vuelvan a ocurrir en el papel. La Caldini está todo el libro tratando de buscar ese episodio, que es el que tiene más olvidado, en el que no entiende la decisión que tomó. Que eso vuelva a ocurrir es la única manera de entender. Yo tengo un montón de recuerdos de cuando estaba en la universidad. Uno usaba un nombre falso y entonces te decían: andá de esta calle a esta calle, tenés que caminar una cuadra con tal libro rojo debajo del brazo y le tenés que preguntar al otro qué clima hay hoy día y el otro te va a contestar,  y eras Josefina y el otro Carlos. Y llegabas allá y resulta que Carlos era Mario, tu compañero de asiento, pero tenías que seguirle diciendo Carlos, y él te decía Josefina a pesar de que tu eras Cynthia. Entonces claro, yo podía contar eso, pero lo que yo quería era sentir por un segundo lo que fue realmente estar ahí. Sentirlo. Sentir la textura, el olor. No me interesaba hacer un panóptico de anécdotas o de situaciones de la dictadura, sino, aunque fuera un momento, sentir eso en la piel. En la novela está la idea de buscar el pasado desde ese futuro extraño. Bueno, yo siempre intento armar riesgos formales en mis libros, y también tiene que ver con una cosa: mucha gente me dice que siente que mis libros son verdaderos.

¿Cómo fue el proceso de corrección?

Dejé mucho afuera, prácticamente una novela completa sobre Nicaragua. Saco a paladas. Cada libro que escribo tiene una carpeta que se llama “Rezagos”,  en este caso cuatro veces tan extensa como la novela, donde voy poniendo todo lo que no uso.

¿Pensás hacer algo con eso?

No, nada. No me gusta esa cosa de productivizar la literatura.

En tus libros siempre esquivás los nombres propios: los personajes o no tienen ninguno o tienen muchos, se los refiere pero no se los nombra de modo único.

Sí, en Poste restante es "La viajera", "La turista"; en Ramal, "El que viene de afuera". Siempre me ha sonado falso, me cuesta ponerle nombre a los personajes. Además me parece más interesante que uno se defina por cómo habita, por cómo se relaciona con las cosas. Los papeles que uno ocupa. Con La Caldini me interesaba que el apellido, que es tan raro, funcionara como nombre. Que el personaje sea una extrañeza respecto a lo que vive, porque después de Balzac ya no se pueden concebir esos personajes, por lo tanto el personaje aparece más bien como una manera de extrañar que como persona de carne y hueso. Yo creo que lo verdadero tiene que ver con que realmente ni los personajes ni yo sabemos lo que va a ocurrir, y es un descubrimiento que vamos haciendo al mismo tiempo que el lector.

¿Cómo armaste a La Caldini?

Se armó cuando encontré el lugar desde el que ella mira, sobre todo por su relación con la justicia, con lo verdadero, con lo posible. Cuando tiene que escribir al tribunal, por el juicio de divorcio que tiene en curso, para decir quién es ella. De ahí parto. Es que como no se acuerda quién fue, no entiende quién es.

¿Y cómo te llevás con la pregunta de los lectores sobre cuánto de las historias viene de tu propia historia?

Es que ya no lo pesco, porque está tan pasado por el procedimiento que no tiene sentido. Por ejemplo, en mi libro Los perplejos, hay una tormenta en el mar, y yo nunca he estado en una tormenta así. Me dije: quién mejor que Conrad. Pesqué el libro de él y copié una tormenta, y después la empecé a borronear, a borronear, a borronear, a borronear… Y claro, si alguien me pregunta qué pedazos son de Conrad y cuáles míos, no sé decir. O, por ejemplo, sobre la edad media: yo no quería hacer un libro sobre la edad media porque iba a tener que estar diez años estudiándola y soy súper indisciplinada, me aburro. Así que pesqué que en vez de que los personajes tengan ropa usen túnica, ¡pero son la gente de mi barrio! Y nadie dudó de que era en la edad media. Las cosas que escribo están tan pasadas por procedimientos formales que cuando me hacen esas preguntas, ya no sé. No sé qué es ficción y qué es real. Se perdió en el trabajo, se contaminó esa idea.

Sí igual seguís partiendo de la experiencia, ¿no?

Sí. Mucho de documentos, objetos, de viajes, pero también de lo que miro. Soy muy mirona.

¿Tenés ánimo coleccionista?

Mi familia viene de Ucrania y Polonia, muy pobres, y se trajeron objetos. Y esos objetos yo siempre los vi en mi casa y en ese tiempo yo jugaba con ellos. Con un elefantito, con un camello, con símbolos judíos. Después todos esos objetos los heredé. Además me gusta mucho ir a mercados persas de Santiago, y acumulé muchos objetos así. Pero cuando me vine para acá quedó todo en una bodega, me traje muy poquitas cosas. Pero más que acumular, me gusta ponerlos en los libros. Jugar a darles otro sentido.

¿Y cuáles elegiste para traerte?

Me traje un caballito de Cracovia que compré, de madera blanca. Me traje la cajita lacada que encontré en un mercado persa justo después de leer Diario de Moscú, donde Walter Benjamin hablaba de que le gustaba comprar cajitas lacadas, y la que encontré la estaba viviendo un chileno que había vivido en Rusia exiliado, y que ahora se había devuelto a Chile y no encontraba trabajo, y entonces estaba vendiendo sus cosas.

Son objetos que te llevan a historias de personas.

Sí, a experiencias. Por una parte, yo no me situaría en toda esta cosa del Yo. A mí lo que en realidad me interesa es el mundo, pero parto de mi experiencia en el mundo. Yo lo veo con muchos escritores, una tendencia al Yo, una liviandad, eso a mí no me interesa. Me interesa mirar, que el mundo entre en la novela. Los otros: tratar de desentrañar el misterio de los otros. La mirada es pensamiento. Hay procedimiento ya en el momento en que miras, encuadras.

¿Cuándo empezaste a viajar?

De chica. El primer viaje lo hice a Chiloé, a ver a un amigo relegado. Me escapé de la casa, porque no me dejaban. En la universidad me fui en tren a Bolivia, después fui a Brasil, hice el primer viaje a Europa. España, Marruecos, Túnez, el viaje de Poste restante. Después el de Los Perplejos. Ramal.

Siempre escribiendo.

Sí. No llevo diario, son anotaciones. Desde Poste restante lo hago así. Antes trataba de escribir cuentos y no me resultaba. Bueno, publiqué a los cuarenta, antes no.

Y hasta entonces, ¿qué hacías con lo que escribías?

Sufría.

¿No publicaste nada?

No. Iba a publicar una novelita, y la editorial quebró. En 1988. De ahí me fui a hacer el viaje de Poste restante. Terminó mi relación de pareja, me pidieron la casita y la editorial quebró, así que me fui.

Tus viajes son incursiones a comunidades, también. Este en el que estás trabajando ahora, por caso.

Es que a mí me conmueve cuando hablo con la carnicera de un pueblo y me cuenta que ella trabajó toda su vida en la escuela, y que el trabajo que ella hacía hasta que la jubilaron ahora lo hacen cuatro personas, y veo que es un pueblo de dos calles, y ella no puede pasar por la calle de la escuela porque le da tanta pena. Bueno, encuentro que ahí hay algo. Me hace vibrar, siento que ahí hay un aleteo de humanidad que no está dentro de ningún parámetro de lo político.

En Poste restante leemos: "Viajar es una forma de mirarse, no al espejo, sino en el charco".

Y mirarse en la caída, también, no tan dentro del sistema del escritor que escribe mirando desde su lugar de escritor. Salirse del lugar de escritor.

¿Te molesta ese lugar?

Me molesta, lo encuentro conservador. Hay un texto de Berger precioso, que se llama “Un día con burros”. Es un escritor, él mismo, que está mirando por la ventana y ve unos burros en el campo. Salta la ventana y después salta la barda del campo y se acerca, y hay todo un proceso en el que los toca, los burros lo empiezan a reconocer. Al final él termina diciendo que el sustrato de lo que hay en ese momento es gratitud. Eso. El escritor que salta, vive la experiencia de estar ahí en otro lugar que no es su lugar.

¿Para vos la escritura fue una manera de habilitar experiencias?

Y sí, porque la otra, que era mucho más atractiva, era perderme. Yo admiraba a todas esas escritoras que se perdían. Katherine Mansfield, Jane Bowles… Perder la cabeza, ya.

El de perderse es un mecanismo que también usas, hay secuencias en las que los pasos en los viajes no están claros, hay un titubeo, ¿no?

Claro. De hecho, el nombre del personaje que estoy escribiendo ahora es "Perdida".

En una entrevista dijiste que este era tu libro más argentino y también más ficcional, ¿por qué el más ficcional?

Porque creo que es en el que fui más lejos en el trabajo con lo material, lo documental. Se fue desviando, retorciendo, fui llegando a otras cosas; creo que antes me detenía antes, un poco antes. Acá seguí.

Saltaste a los burros.

Sí. Salté. También hay una frase de César Aira sobre el salto hacia lo real, la idea de cambiar el signo. De que cambiar lo real no significa ahora poner una bomba, sino los términos en los que entiendes el mundo, esas frases hechas, estructuradas totalmente con lógica aristotélica, cambiarlas. Y es ese cambio lo que va a modificar la construcción del mundo. Cambiar el lenguaje.

¿Creés que ahí está la posibilidad que tiene la literatura de tocar al mundo?

Sí, yo creo que todavía  ahí está. Y cada vez más, porque estamos más uniformados por el lenguaje. Ya no se necesitan cárceles, es impresionante.

Comparativamente, ¿cómo lo ves entre Argentina y Chile?

Yo encuentro que acá, y por eso me quedo, hay una especie de locura. Hay una cosa que se escapa, algo más inclasificable. Una indisciplina. Me gusta, aunque también a veces los querría matar. Lo chileno es una cosa más uniforme, más ordenada; aparentemente funciona mejor, pero no. Y la literatura acá también es más indisciplinada, tiene más escape. Ahora en Chile está habiendo más diversidad, pero igual se escribe bastante para ser aceptado. Hay algunos, sí, pero acá hay más disrupción.

¿Qué libros leíste acá que te hayan impresionado en estos años?

Black Out, Banco a la sombra, Subrayados, de María Moreno. Me gustó mucho Intemperie, de Gabriela Massuh, lo encontré un muy buen ejercicio de lo político y lo personal. Me encantó Inclúyanme afuera, de María Sonia Cristoff. Me encanta Aira, a pesar de que no leí todos sus libros. Me gustan mucho Barón Biza, Salvador Benesdra, Felisberto Hernández. Es que acá entré en otra frecuencia, como que me solté como lectora y como escritora también. Solté ese deber.

La crítica en chile es más dura, ¿no?

Sí, y además no todos pueden ser críticos. Sólo eres crítico si estás en una institución, y yo acá veo que no. Allá son tres o cuatro críticos y siempre levantados o por una universidad, o por un medio de comunicación. No puedes ser crítico independiente. Yo en Chile me forjé un camino así, no dependo de ninguna institución, estoy como en el aire: mi camino es de independencia. Pero no es común, allá siempre estás ligado a algo. Lo primero que te preguntan es tu nombre, dónde estudiaste, dónde trabajas y en qué barrio vives. Tengo la sensación de que acá hay más posibilidades de moverse, hay más grupos.

El viajero es alguien que se expone, al menos en algún momento, a algún grado de intemperie. ¿Eso te motoriza?

Me parece interesante la sensación de inseguridad. Quizás porque vengo de Chile y allá todo está tan establecido que me interesa salirme. Desacomodarme del lugar, de donde estudié, de donde vivo, de mi apellido. Y salirse de ese lugar es pasar por la intemperie. Me da un susto tremendo la posibilidad de caer en las cuatro o cinco ideas comunes, que son tan fáciles, y que además están ahí, como esperando para venir, que luego se te anquilosan. Me da susto tener el mundo ordenadito.

 

 

Artículos relacionados

Martes 22 de marzo de 2016
Pies para qué los quiero...
Paula Bombara, Sandra Contreras y Mario Méndez participaron de un panel moderado por Larisa Chausovsky en el que abordaron las preguntas sobre por qué leer, para qué leer, cómo leer.
Segundo encuentro en la librería
Martes 22 de marzo de 2016
Juego de velocidades

“Pienso en la belleza como algo que necesitamos urgentemente y me encargo de buscarla en lugares donde creo que no se la había encontrado”, responde el chileno Enrique Winter en esta entrevista sobre Las bolsas de basura, su primera novela, y sobre la escritura en general.

Entrevista a Enrique Winter

Viernes 25 de marzo de 2016
El mal de la moral

La nueva novela de Martín Kohan, Fuera de lugar (Anagrama), tiene a la pornografía infantil como tema central. “Me interesa cómo la perversión mana del moralismo”, dice.

Entrevista a Martín Kohan
Lunes 28 de marzo de 2016
Tras los pasos malditos

Se acaba de reeditar Barón Biza. El inmoralista (Sudamericana), de Christian Ferrer, un libro que, sin la intención de ser una biografía, recorre la vida de Raúl Barón Biza al tiempo que mira la historia del país. "Era un hombre agresivo, violento, desagradable, de vida recia, nada fácil, prepotente, pero que pretendía decir una verdad donde se cruzaban tres lubricantes: el sexo, la política y el dinero", dice.

Entrevista a Christian Ferrer
Miércoles 24 de julio de 2019
La sabiduría del gato

El texto de apertura de El tiempo sin edad (Adriana Hidalgo): "La edad acorrala a cada uno de nosotros entre una fecha de nacimiento de la que, al menos en Occidente, estamos seguros y un vencimiento que, por regla general, desearíamos diferir".

Por Marc Augé

Viernes 01 de abril de 2016
Las tres vanguardias
El seminario que cambió la forma de leer la literatura argentina del siglo XX por primera vez en librerías. Este volumen reúne las once clases del seminario que dictó Ricardo Piglia en la Universidad de Buenos Aires en 1990.
Un ensayo de Ricardo Piglia
×
Aceptar
×
Seguir comprando
Finalizar compra
0 item(s) agregado tu carrito
MUTMA
Continuar
CHECKOUT
×
Se va a agregar 1 ítem a tu carrito
¿Es para un colectivo?
No
Aceptar