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"Me interesa la literatura que cuestiona"

Leopoldo Brizuela habla de su nueva novela, Una misma noche (Ed. Alfaguara). “Para mí la anti literatura es Eduardo Galeano, que viene a confirmar lo que vos ya sabés”, dice.

Por Patricio Zunini. Foto: Alejandra López.

brizuela

Durante una madrugada de 2010, un escritor de La Plata es testigo del robo a una casa vecina realizado por una banda en cuya organización está involucrada la policía bonaerense. Este suceso lo transporta más de tres décadas atrás: en 1976 un grupo de tareas entró a su casa buscando información sobre los vecinos, que en aquel entonces vivían en la misma casa y que estaban vinculados a David Graiver y a la compañía Papel Prensa. En 1976 el escritor era todavía un niño; cuando llegaron los militares, sin saber qué hacer, se sentó al piano para evadir el pánico. Pero en 2010, ya adulto, responsable de sí, siente la culpa de no atreverse a intervenir y de no declarar lo que ha visto. Con Una misma noche, Leopoldo Brizuela aporta una mirada más al terrorismo de Estado vivido en la Argentina: la de aquellas historias que no tienen estatus social porque no intervino heroísmo alguno. Las historias de la gran mayoría de los habitantes del país.

Tomemos una cita del libro: el protagonista dice “quería ir aprendiendo un abecedario que por fin me ayudaría a contármelo terriblemente algún día”. ¿Ese abecedario finalmente existe? ¿El proyecto de darle un orden le dio resultado?

—¡No! Es la literatura. Es la vieja ilusión de que con una obra vas a totalizar algo y lo único que lográs es descubrir un nuevo interrogante. Por un lado es angustioso y desesperante, pero, por otro lado, es lo que sustenta la poesía. Siempre querés llegar un poco más allá. En el caso del horror, en el intento de nombrarlo, lo único que uno puede llegar a hacer es verlo claramente. La memoria está bajada del pedestal en la novela. Todavía se sigue creyendo que es una herramienta, pero la desesperación del personaje tiene que ver con que se da cuenta de que hace agua por todos lados, que le puede servir para muy poco. La memoria no sirve ni para exorcizar, ni para liberar, sino simplemente para convivir en términos armónicos con un recuerdo.

¿Lo que puede hacer la memoria o la literatura?

—Eso es interesante… No lo distingo demasiado. En España me preguntaron qué habría hecho este personaje si no hubiera escrito: no sé. Me hace pensar en qué hace la gente que no escribe con esta clase de recuerdos. Para eso está la literatura —leída o escrita—. Ayuda a que cada uno se reconstituya. Lo interesante es que son memorias que no pertenecen a un solo lugar: un libro escrito en la Argentina le puede recordar algo de la guerra civil a un lector español.

Hablemos del acápite de Pessoa: “sólo fui vil… literalmente vil / vil en el sentido mezquino e infame de la vileza”

—Yo no soy nada pessoano, pero ese poema me interesa mucho. Me interesaba cierto hartazgo de las versiones heroicas. Lo único que se escucha, lo único que nos atrevamos a escuchar, son versiones heroicas. Sobre todo de ciudadanos comunes. Nadie fue vil, como dice el poema. Y nadie fue humano: todo el mundo salvó gente, todo el mundo estaba en contra y nadie tuvo miedo.

Durante la novela hay una elaboración de lo que es el escribir. Incluso hay un personaje, Pablo, que resulta bastante antipático por la manera en que aborda la escritura como un proceso de desambiguar los hechos. ¿Se puede leer una toma de posición tuya acerca de lo que representa la literatura?

—Sí. La disensión básica con Pablo es que él quiere escribir para desambiguar y yo siento que la literatura que me interesa es la que abre. No la que te confirma sino la que te cuestiona. Para mí la anti literatura es Eduardo Galeano, que viene a confirmar lo que vos ya sabés. A lo mejor es de puro resentimiento, pero yo quiero hacer todo lo contrario.

¿Resentimiento hacia qué?

—No sé; yo tengo mucho de Pablo también. La literatura sirve para encontrar matices. Para trabajar lo que no se ha dicho. La novela está para poder contar el recuerdo incómodo de una manera que no se corresponda con discursos ya dichos.

¿Por qué Leonardo no duda en escribir una novela? ¿Por qué elige la ficción?

—Hay una gran confianza, ¿no?, que también yo tengo. Yo creo en las herramientas de la ficción. Creo que pueden llegar a lugares donde no llega la investigación. Además la ficción se escribe para uno mismo. Es el diálogo del yo con el yo, como dice Hannah Arendt. La crónica es para otro, un otro muy concreto. Yo no quiero hablar con el yo que soy yo. Hay una fe muy profunda en que esa es la función de la literatura. A pesar del acoso y de la reivindicación constante de la literatura bajo demanda, me parece que la literatura debe ser para uno porque uno es el lugar donde las cosas que tienen que dialogar lo hacen libremente.

Leonardo cuenta con obsesión aquella noche del ’76, pero cada vez le agrega variaciones. ¿Qué busca con esas diferencias?

—Creo que busca saber por qué lo perturba tanto. La primera vez él siente un fracaso: tiene muy pocos datos y lo cuenta como una escena familiar. Me gusta que luego se vaya ampliando y termine siendo una especie de secuencia colectiva pero eso es más teórico. Ahora me di cuenta, aunque ya lo intuía cuando escribía la novela, que lo que cifra aquella escena es un miedo muy profundo. Mucho peor que tenerle miedo a un comisario o a un chico malo de la cuadra, a algo concreto, es el miedo a que lo cotidiano se transforme en cualquier otra cosa. En esa escena del piano, cuando lo que más la universaliza es el momento en que alguien de afuera entra a tu casa, el pibe se da cuenta que el lugar referente de la infancia se puede convertir en otra cosa: su padre puede no ser su padre, él no es el mismo, la casa no sirve para nada, la policía no es la policía… Es el terror de la irrealidad borgiana. Pero además está idea literaria de ir probando herramientas con distintos géneros: al principio es una novela familiar, después una especie de memoria, el narrador se da cuenta que lo está inventando para llenar huecos y al mismo tiempo eso le va sirviendo para recordar.

¿Por qué elegiste el caso de los Graiver y Papel Prensa como motor de la trama?

—Porque no me resultaban simpáticos. Me llamó mucho la atención que no le resulten cómodos a nadie y, sin embargo, lo que sufrieron es horroroso. Como si sólo nos pudiéramos hacer cargo de las víctimas heroicas. El crimen de lesa humanidad no es menor porque la víctima caiga antipática.

¿Cómo creés que se va a tomar esta novela, tanto desde el grupo Clarín como desde los organismos de derechos humanos?

—No sé. Y me parece bien. Sé que es una novela escrita desde adentro. Mi objetivo no era gustar. Para mí es importante haber llegado a este lugar: hay una etapa de la escritura en que uno está aprendiendo el oficio y lo que uno quiere es, ante todo, gustar, pero cuando uno ya sabe el oficio, lo que pretende es que el libro dialogue con otros libros. Igual, tengo mucho miedo porque es un libro muy expuesto. Pero después se me pasa. Mientras no venga un mono y me pegue con un palo, todo bien.

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