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Estado civil: lectora

Una visita a Clásica & Moderna

Seguimos con la serie de entrevistas a libreros y visitamos a Natu Poblet en Clásica y Moderna.

Por Valeria Tentoni.

 

En 2013 se cumplieron 75 años de la fundación de la librería Clásica y Moderna. Natu Poblet, quien actualmente está al frente de ese espacio ineludible para pensar al libro en Buenos Aires, decidió publicar a modo de homenaje las memorias de su abuelo bajo el título La cuna verde. Don Emilio Poblet Diez emigró a América a los cuarenta en 1916 y se trajo a sus hijos con él para fundar “una dinastía de libreros que se prolonga hasta hoy” con las casas Poblet Hermanos sobre Avenida Callao. Natu comienza el prólogo recordando a sus padres, Paco y Rosa Ferreiro, quienes “tuvieron la idea y el coraje necesario para llevarla a cabo”: en 1938 encararon un proyecto propio en el inmueble en el que, ahora, ella repasa la historia sentada en una mesa del café, de espaldas a los libros, en el mismo punto donde alguna vez estuvo el living de su casa familiar. Señala acá y allá y las muchas versiones de ese lugar se superponen como hologramas, con ella, a su vez, repetida como nena, hija, hermana, lectora, librera, estudiante, arquitecta. Junto a su hermano continuaron una herencia de amor por los libros e hicieron el cambio estructural que convirtió a Clásica y Moderna en la primera librería bar de la ciudad.

 

Al igual que Debora Yanover, Natu Poblet de chica no podía imaginarse que un padre tuviese un trabajo distinto al de librero:

Yo lo amaba a Yanover. Lo conocí cuando él tenía su librería, hace muchos años, en la calle Pueyrredón casi Santa Fe, en frente de la Swiss Medical. Yo vivía a dos cuadras de ahí, en Larrea y Beruti. Volvía del colegio y pasaba por la librería de él porque, además, estaba absolutamente enamorada, y compraba libros ahí. Todavía vivía con mis padres ¡imaginate! Llegaba a casa y mi papá me preguntaba: “¿Y este libro?” “Se lo compré a Yanover. A mí me gusta comprarle a Yanover”, le decía. “¡Pero si lo tenemos en la librería!”, me decía él. “Ya sé. Pero se lo compré a Yanover”. Después, él se mudó a la Norte de Las Heras, yo a su vez terminé el secundario, empecé a estudiar arquitectura, ya no nos veíamos. Nos volvimos a encontrar cuando yo volví acá a Clásica en el año 80.

¿Comprabas libros en otras librerías?

Sí. Bueno, yo soy de comprar libros en otros lados. Soy de comprar donde esté, donde esté el libro yo lo quiero. Lo que pasa es que en ese momento vivía mi padre y, lógico, me decía: “Este libro, ¿qué pasa?”, y yo le decía: “Mirá, papá; pasé, lo vi, me encantó, charlé con Yanover...” En fin, tengo un gran cariño por Yanover. Realmente me parece que es el tipo que más sabía de libros en ese momento, y eso que mi padre era un grandísimo librero también. Ellos dos se respetaban mucho. Y ahora soy amiga de la hija, que es mucho más joven que yo, igual.

¿Cuáles fueron tus primeras lecturas, de chica?

Primero, los cuentos que me contaban, que me leía mi madre. Después, cuando ya supe leer sola, empecé a leer eso mismo que me leían y después toda la clásica literatura infantil y juvenil de esa época. Por empezar, la Colección Robin Hood, que para mí fue fantástica. Hace dos o tres años en la radio, era la Feria del Libro Infantil; a mí no me gustan los chicos, por consiguiente tampoco me interesan los libros para los chicos, pero mi productora me insistió en que hiciéramos algo. Y, entonces, dije: vamos a hacer la colección Robin Hood en cuatro generaciones. Trajimos una chica de diez años, una de treinta, una de cincuenta y conmigo completamos. Las cuatro generaciones habíamos leído la colección: creo que ese fue un fenómeno al que se le ha dado poca importancia, que durante cuatro generaciones se lea la misma cosa. Además, es una colección que comenzó y terminó, así que todos habíamos leído Corazón, Las aventuras de Tom Sawyer, Huckleberry Finn. Yo no creo que haya otra colección así. Digamos, uno puede decir que hay un libro que lo leímos todos, suponete, Hermann Hesse, El lobo estepario, libro que detesto porque me lo hicieron leer en segundo año y, entonces, en realidad, más tarde o más temprano todos lo fuimos leyendo. Pero la Colección Robin Hood la agarrábamos todos ¡con una desesperación! Yo, por ejemplo, Mujercitas, cómo te puedo explicar… ¡Lo que habré llorado con Tom Sawyer! Y lo mismo que yo alguien que hoy tiene cincuenta, treinta. Bueno, después de eso, ya empecé un poco a moverme por la librería, no te olvides que yo estaba acá…

¿En tu casa había una biblioteca o venías a buscar libros directamente acá?

Por supuesto, en mi casa había una biblioteca muy importante. Pero yo tuve la gran suerte de que como mi mamá y mi papá trabajaban los dos acá, y yo iba al Normal Nº1, a mí me mandaban a buscar con una empleada y me ponían acá. Entonces me la pasaba mirando las estanterías. Desde los doce o trece años, de repente, ya estaba buscando cosas más… Y mi papá me decía: “¡Eso no es para vos!” Libros como La hora 25, Curzio Malaparte, en fin. Fui leyendo muy desordenadamente. Cuando ya iba a la facultad me puse a leer por un criterio absolutamente autodidacta. En ese momento estaba de súper moda Simone de Beauvoir. Si bien ella era más grande, estaban saliendo los libros de Simone ¡y yo estaba ahí! Me leí, por supuesto, los tres tomos de la autobiografía y me tomé el trabajo, como si fuera un trabajo de la facultad, porque a mí me interesaba empaparme de ese mundo, de subrayar sus referencias y buscarlo. Ella decía que estaba en el café con André Malraux o con Yukio Mishima, y yo me lo conseguía. Mishima no estaba traducido, pero había una pequeña ventaja: yo leía francés, porque era esa época en que a las chicas en cambio de enseñarles inglés les enseñaban francés. En ese momento me sirvió muchísimo, ahora hubiese querido saber inglés. Entonces me leí Mishima en francés, en fin, todo lo que esa buena mujer hablaba, todos los de Sartre, todos en francés. Eso me significó una formación bastante interesante.

¿Y por qué estudiaste arquitectura?

Para llevarle la contra a mi papá. Él daba por sentado que yo iba a estudiar Letras. Cuando estaba terminando quinto año me preguntó dónde quería anotarme, si iba a empezar el profesorado acá en el Normal o si quería ir a la UBA. Yo le respondí que ya había decidido, con una compañera mía del colegio, de la facultad y de la vida, estudiar arquitectura. Papá, claro, en llamas. No murió de un infarto porque no le había llegado la hora.

Él era también hijo de librero.

Por supuesto, toda mi familia, libreros. Pero me dijo: bueno, está bien. Estuvo astuto, mi viejo era genial. Entonces estudiamos arquitectura. No sabíamos ni dónde quedaba la facultad. Hasta tercer año yo te puedo asegurar que no sabía ni por qué estaba ahí, no entendía ni qué estábamos haciendo. Es una carrera rara, además yo empecé después de la revolución del 55. En ese momento, se cambiaron todos los planes de estudio, se aggiornaron infernalmente, y los mismos profesores estaban como probando. Nosotros no entendíamos absolutamente nada. En tercer año ya empezamos a hacer proyectos, se me abrió la cabeza. Trabajé diecisiete años en arquitectura, y después vine para acá.

¿Y durante esos años qué hiciste?

Casas. Casas y decoraciones. Y me iba brutal. Después me cansé y en el año 80 vine. Aparecí y dije: “Papá, mirá… ¿Puedo ayudar en algo?” Y papá me dijo: “Bueno, abrí las cajas esas que están ahí y ponele los precios a los libros”. Me mató, me dio lo peor. No me mandó a lavar los vidrios no sé por qué. Y justo se enfermó. Bueno, lo acompañé a los médicos y todo, y en diciembre él ya estaba mal. La noche antes de que lo internaran estaba súper lúcido. Fuimos con mi hermano a verlo, nos agarró a uno de cada lado, dijo que estaba muy contento de que estuviésemos juntos, continuando la librería que había fundado nuestro abuelo, nos pidió que cuidemos a nuestra madre… Fue una despedida perfecta. Al otro día lo internaron inconsciente. Y a los cuatro días se murió. Pero a mí me sirvió mucho poder estar con él ese tiempo. Yo le decía: “Papá, la librería está horrible, la luz”. Y él me decía: “Mirá, cuando yo me muera hagan lo que quieran, ahora no se toca nada”. Se murió un 26 de diciembre y yo le propuse a mi hermano cerrar un mes para pintar. Pinté de blanco y verde inglés.

¿Cómo fue la historia, desde la llegada de tu abuelo?

A mi abuelo le empezó a ir bien en seguida. No te olvides que en 1910, para el primer centenario, Buenos Aires estaba muy bien. A él le fue muy bien apenas llegó. Por lo pronto, pudo poner una librería y tenía a su hijo de doce años, el mayor, con él. Después trajo a todos, pero su mujer se enfermó y murió en España. En La cuna verde está contado, una historia a través de las camas donde él dormía. Ahí, finalmente, termina diciendo que tiene a la familia reunida en Argentina y que hay que empezar de nuevo. Mi papá y mi mamá se casaron en el 36 y fundaron esto en el 38. Mi mamá vivía con sus padres, antes de conocerlo, pero se dedicó a la librería. Era muy remadora. Y no solamente ésta, sino que después fundaron otra en Callao y Lavalle que vendieron en el 63. Es una vida de libros. Cuando era muy chica me parecía que todos los padres tenían que tener librerías. ¡Si mi casa estaba llena de libreros! Porque mi tío, el mayor, fundó además la editorial Poblet. O sea que todos se dedicaron a eso.

Fundar una librería como fundar una patria, de algún modo.

Es una patria, sí. Una librería no es cualquier comercio, y esto tiene mucho que ver con la Norte; una librería es muy personal, tiene una impronta… Papá tuvo una impronta acá. Él tenía de clientes a las chicas del profesorado, el que quería que yo siguiera, y no sé qué otra cosa había acá, filosofía. En fin, todas venían, tenían mi edad, y no sabés cuántas me dicen: “Yo me recibí gracias a tu padre”. Porque les prestaba los libros o se los daba en cuotas, o les decía que se sentaran ahí, que había un sillón, y que tomaran apuntes. ¿Quién hace eso hoy? Él estaba acá durante las mañanas y había gente, yo de eso me acuerdo. Oficinistas, profesionales cuyo camino efectivamente pasaba por Clásica. Entraban diez minutos a charlar: “Qué tal, cómo va Paco, vio lo que salió en el diario”, y seguían. Y después, a la tarde, a la salida, venía otra tanda que se quedaba más tiempo. Más allá, bueno, de Alejandra Pizarnik, Mujica Láinez, los escritores de esa época.

¿Te acordás de ellos acá?

No, los conocí más de grande. No acá en la librería, acá no me los acuerdo. Será que yo no estaba en ese momento. Cuando nos fuimos a vivir a Larrea y Beruti ya venía acá con un propósito, buscaba libros, pero no me quedaba. Me acuerdo que un día entró Vargas Llosa. Yo me di cuenta que era él pero no me animé a saludarlo. Después me hice amiga, pero en los primeros momentos los escritores a mí me intimidaban. Los había leído, pero si los tenía adelante no me animaba a acercarme. Cuando hice los cursos, la primera persona a la que invité a dar uno fue Abelardo Castillo. Me acuerdo que para llamarlo me encerré, no quería ni que me escuchara hablar mi hermano, ¡me daba una vergüenza llamarlo! Después los llamé a todos, a David Viñas, qué se yo. Fue un momento muy lindo; eran todos amigos y todos estaban en contra, por supuesto, de la dictadura, pero entre ellos estaban todos felices.

¿Qué cambio encontrás en la librería, de la impronta de tu papá a la tuya?

No, cambiar la librería nada, lo que cambió fue nuestra relación con la librería. Por lo menos yo, porque mi hermano empezó a trabajar a los diecisiete y salió a los cincuenta y seis con las patas para adelante. Trabajó acá hasta que se murió, no hizo otra cosa. No terminó el colegio, entonces, papá le dijo que si no quería estudiar se viniera a la librería. Yo tenía mi auto, paraba ahí, dejaba libros y veía qué me llevaba. El sueño del pibe. Y en la otra casa había papelería, así que era el sueño doble del pibe. Cuando yo era chica e iba a la primaria y venía con las listas de cosas, agarraba lo que se me daba la gana.

¿Tu casa estaba en este mismo inmueble cuando eran chiquitos?

La librería nunca se movió de acá, lo que pasa es que se fue agrandando. Donde están las columnas estaba la puerta que daba al departamento. Acá donde estamos  ahora estaba el living comedor, allá la cocina y el baño, acá el dormitorio. Tenía cero luz este lugar, eso sí. Cuando nació mi hermano, el médico le dijo: “Mire, acá, éste chico…”, y ahí nos mudamos arriba de la otra librería. Pero siempre hubo una simbiosis.

Por eso te preguntaba antes por tener una biblioteca en tu casa, porque estaban las dos cosas juntas.

No, pero sí, igual teníamos. Papá tenía, por ejemplo, una cosa que me acuerdo perfecta y que no sé qué se hizo, Los Episodios Nacionales, una bibliotequita especial con los tomos. Y yo tenía mi biblioteca, porque sí, qué se yo.

Con los libros ¿sos cuidadosa? ¿Tomaste la costumbre de cuidarlos de esos días?

No, los escribo todos. No te olvides que yo, por ejemplo, para el programa de radio los tengo que trabajar. Yo agarro el libro y empiezo a escribir, si no, no puedo. Y no con lapicito: agarro un marcador de color, lo que sea, le pongo las tiritas. Los libros míos, después que los trabajo, quedan intervenidos. Pero sí, papá nos enseñó a leer libros con cuidado. Nosotros aprendimos y yo, si vos me das un libro y me decís que después tiene que venderse yo te lo entrego impecable, no se nota que lo leí. Pero si un libro es mío, primero que todo lo abro, lo hago mío, yo digo medio que lo violo. Me lo apropio.

La idea de café literario, ¿de dónde la sacaste?

No sé. Se me ocurrió. Ya papá se había muerto. Después de pintar estuvimos así desde el 80 hasta el 88, y yo le propuse cambios a mi hermano, que por supuesto me decía a todo que sí porque él ya tenía un montón de años acá. Empecé a hacer presentaciones de libros y cursos; mi hermano estaba feliz porque en cada presentación cazaba una mina, era un picaflor. Pero le dije: “Mirá, esta librería tiene justo un tamaño que no hay que tener. O tenés una librería chiquita, o tenés una grande, una cadena. Nosotros acá nos fundimos en cualquier momento”. Yo ya me iba dando cuenta cómo venía la mano con las librerías. Entonces le dije que si no le gustaría que pusiéramos algunas mesitas entre las bibliotecas. “Bueno, dale, poné lo que te parezca”, me dijo. Yo empecé a dibujar pero no me salía nada, es muy difícil cuando una cosa es tuya. Hasta que un día lo llamé a Ricardo Plant. Fue una obra que duró como siete meses. Lo de la habilitación fue genial: yo llego y un tipo me dice que gastronomía y librería no se puede. “¿Cómo no se puede, si yo ya lo hice?”, le dije. ¿Cómo no se puede si estoy pudiendo?, era la pregunta: estaba hecho, yo tenía que habilitarlo. Eso fue una lucha. Me costó, fuimos los que sentamos jurisprudencia. Después todo el mundo lo hizo y no pasó nada, porque ya estaba. Fue una innovación.

¿Cómo te llevás con los lectores/clientes?

Me encanta, tengo un montón de clientes que leen únicamente lo que yo les digo, y me mandan la lista. El otro día vino uno y me dijo: “Natu, todo lo que yo tengo en mi biblioteca me lo has recomendado vos”, un tipo de unos sesenta años. Es lindo eso. Tengo otro, un ingeniero, que viene y si yo no estoy deja dicho que después vuelve, no quiere saber nada con que otra persona le recomiende.

Te definís antes como lectora que como librera, ¿no?

Sí, yo me defino como lectora. En el Facebook, suponete, en “Estado civil” yo quiero poner: lectora. Lo que pasa es que no te da la oportunidad. Negativo, no te lo pone.

¿Qué tiene que tener alguien para ser librero?

Un librero es un personaje muy complejo y por eso yo digo que soy lectora y no librera. Porque hay un asunto del ser librero que nadie lo considera: el librero tiene una parte de trabajo sucio, que es que te lleguen las cajas, las abras, marques, cargues en la computadora los libros, realices las facturas, pagues… Todo eso es espantoso. Lo único lindo del librero es que estás rodeado de libros y, si vos leés, recomendar. Y a mí recomendar me encanta. Por ejemplo yo estoy sentada, oigo lo que hablan con los chicos y de pronto por ahí me meto y entonces ya la voy ganando a la persona. Hay muchas cosas que hay que saber, a veces la gente viene y te tira un nombre y yo digo: “No lo busques porque no lo vas a encontrar, ese es un cuento que está en un libro, no lo vas a encontrar por título”. Hay que saber el nombre del libro. Eso es el ser lector, no es el ser librero. Andá a las cadenas, los tipos van a la máquina, escriben mal el nombre y no lo encuentran. Eso es una cosa que es horrible de los dueños de las cadenas, piden gente sin experiencia porque así no les tienen que pagar tanto. Total venden con lo que tienen puesto ahí, tienen tanto puesto que tienen para todos los gustos. Nosotros acá no no tenemos todo puesto, necesitamos que la gente nos pida.

¿Cuál dirías que es el perfil de Clásica y Moderna?

Literatura, ensayo literario, ensayo político y poesía.

Y le dan un buen lugar a las editoriales pequeñas.

Por supuesto. Me gusta. Me gusta que estén. El ímpetu que tienen. Chicos jovencísimos que vienen con cuatro libros, que son los cuatro que hicieron. Me parece fantástico. A algunas les irá muy bien, otras cambiarán, pero están, lo hicieron, lo intentaron, y eso me parece muy importante.

¿Qué es la lectura?

Bueno, como digo en la radio, leer es un placer. La lectura es un don que alguien le puso al hombre sin el cual seríamos todos estúpidos, sin el cual ninguno tendría ese inmensísimo placer. Yo siempre tengo que andar con un libro en la cartera, si no tengo un libro me muero.

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