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"El día que no tenga curiosidad, me muero"

Daniel Divinsky

Una larga conversación con el mítico editor de De La Flor, un abogado que abandonó la profesión para dedicarse de lleno a dar de leer a generaciones y generaciones de lectores. "Yo nunca decreto de antemano que algo no me interesa. Por lo menos, pruebo a ver de qué se trata".

Entrevista y foto Valeria Tentoni.

Daniel Divinsky, auténtico prócer de la edición nacional, abre la puerta de su departamento. Un amplio balcón al fondo, frente a la abundancia verde de un barrio con el que se encariñó, pasando el Jardín Botánico, hacia los Bosques de Palermo. Sobre la mesa ratona que ocupa el centro del living hay una pila de manuscritos tajeada por el sol de la tarde. Este abogado clase 1942 que abandonó la profesión cierta mañana, aterrado de irse de este mundo un buen día sin haberle hecho caso definitivamente a su deseo, está trabajando. Eso sugiere, al menos, la lapicera que corona esa montaña de anillados. Y es que Divinsky es, junto a Luisa Valenzuela, Abelardo Castillo, Pablo de Santis y Antonio Skármeta, jurado del primer concurso de cuentos de Fundación El Libro. Desde hace un tiempo desvinculado a Ediciones De La Flor ―sello que está por cumplir 50 años de vida y publicó obras como las de Quino, Walsh, Fontanarrosa, Caloi o Berger―, por estos días también conduce en Radio UBA el programa “Los libros hablan”, al aire los lunes.

Con una enorme biblioteca a su costado, donde se aprietan premios, primeras ediciones y fotografías, Divinsky explica que, en efecto, estaba leyendo originales: “De los quince preseleccionados, me falta leer cinco. El problema básico es que son, en general, muy buenos”.

 

―Hacés radio, participás de ferias y encuentros (no sólo como expositor sino también como público), buceás librerías... Ya que sos un lector activo, un lector tan al día: ¿qué podés decir de lo que se está escribiendo y publicando en Argentina?

―Yo creo que lo que mueve a alguien a ser editor es la curiosidad. Un editor italiano dijo alguna vez que era editor porque su curiosidad superaba su profundidad. Yo nunca decreto de antemano que algo no me interesa. Por lo menos, pruebo a ver de qué se trata. Puedo empezar a leer cosas que de entrada parecería que no me van a interesar, y las sigo hasta cierto punto; en general, no abandono la lectura, porque siempre pienso que va a mejorar, que después quizás hay una sorpresa y demás. En este caso, con el trabajo del concurso, el problema es que el nivel de escritura es muy alto. Aquí, en general, y esta es una grosería chauvinista, se escribe muy bien. Yo leo a muchos autores argentinos, voy a las librerías y compro cosas de gente que no conozco porque alguien me las mencionó o porque me llaman la atención. Así que sigo alimentando la curiosidad. El día que no tenga curiosidad, me muero.  

―¿Y cómo empezó esa curiosidad? Sos abogado y ejerciste unos diez años, ¿no?

―Sí, diez años... Ejercí hasta que Quino nos preguntó, a mi socio y a mí por qué no empezábamos a editarle Mafalda, después de haberlo asesorado en un conato de juicio a Jorge Álvarez, que había dejado de pagarle los derechos. Él recurrió a nosotros como abogados, y como éramos amigos de Álvarez no nos hicimos cargo del asunto, pero se lo pasamos a un colega muy sensato y llegaron a un arreglo. Se hizo un plan de pagos, y cuando terminó eso nos dijo: “¿Y por qué no empiezan a sacar Mafalda con De La Flor?" Pero eso excedía la dimensión de la editorial en ese momento. La editorial se crea en el 66, es producto del golpe de Onganía. La abogacía no me gustaba en absoluto, me ganaba la vida malamente con eso, y me había anotado en un curso para graduados que había en el Departamento de Sociología de la UBA, que estaba recién creado. Era un curso de 10 materias y yo estaba fascinado, pero vino el golpe y la intervención a la universidad, la Noche de los Bastones Largos, y me quedé sin horizonte, porque los profesores con los que yo estaba estudiando se fueron. Mi socio era muy amigo y me había visto muy deprimido, y me propuso poner una librería, ya que a mí me gustaban los libros. El capital que pudimos juntar era 300 dólares, que nos prestaban 150 mi padre y 150 el suyo. Ambos eran médicos. Y eso no alcanzaba para la llave de un local de librería. Buscamos en Caballito, en Flores... pero no, no alcanzaba. Entonces, hablando con Álvarez, que era muy amigo y para cuya editorial yo había hecho muchos trabajos gratis, traducciones, editing y demás, nos dijo: "¿Y por qué no ponen ese capital para comprar unos derechos y yo pongo mi crédito y hacemos otra editorial?” Él ya había creado varias editoriales paralelas como Galerna, Carlos Pérez editor, de las cuales era socio. Y bueno, así surgió la editorial.

―¿Y a Quino de dónde lo conocían?

―Era amigo, lo veíamos en la librería de Jorge Álvarez y demás. Llegué ahí por el Cine Club Núcleo. Yo era socio, como muchos de mis compañeros de facultad, y nos juntábamos religiosamente todos los lunes en el Cine Dilecto, que ya no existe más, y también era socio de ese club Jorge, que era empleado de una librería jurídica que se llamaba Depalma. A los amigos que estudiábamos derecho, él nos vendía los libros con descuento. En algún momento, Jorge decide poner su propia editorial, con muy poco capital.

―Y una discográfica, ¿no?

―No, pero eso fue mucho más adelante, ese fue el final de la editorial, el fracaso de la editorial. Jorge se convirtió en el cafishio de las inquietudes intelectuales de todos sus amigos, y todos estábamos encantados de trabajar gratis para una editorial, que además era una editorial muy progresista, muy independiente, con un muy buen diseño de portadas, y que publicó cantidad de autores inéditos. Más allá de que después se mandó una cantidad de macanas, básicamente económicas, publico los primeros libros de Ricardo Piglia, de Germán García, de Vicente Battista, de Liliana Heker... Toda la literatura argentina de los 70 empezó en la editorial de Álvarez. Mucho más adelante puso primero un sello para hacer pósters, con el que le fue razonablemente bien, y después empezó a hacer discos, con el sello Mandioca ―que lanzó a Manal y a Moris―. Competía con el capitalismo salvaje de los discos y empezó a sacar plata de la editorial para cubrir las pérdidas del sello discográfico, y ahí viene el desastre de la editorial. Dejó de pagarle a los autores, que son el capital de una editorial; el capital de una editorial no son los libros que tenés en el depósito.

―Entonces Quino les propuso esto.

―Claro, pero una cosa era publicar la poesía de Tennessee Williams, hacer dos mil ejemplares, que se vendían en tres años, y otra sacar a Quino.

―¡¿Dos mil ejemplares de poesía?!

―De poesía, dos mil. Y de narrativa tres mil. En ese momento, lo menos que hacías eran tres mil ejemplares. Yo cuando veo tiradas de ochocientos me pregunto cómo sobreviven con eso. En ese momento la composición era en plomo, a lo sumo te lo guardaban un tiempo y te cobraban un alquiler por si tenías que hacer una reedición, porque si no se volvía a fundir. El costo fijo era tan fuerte que el presupuesto que te pasaba la imprenta era por tres mil ejemplares y millar adicional. Eventualmente, de un libro de poemas se hacían dos mil. Y se vendían, nena. No voy a ponerme en anciano nostálgico, pero se vendían. Evidentemente, las cifras cambiaron. Cambiaron radicalmente: primero, porque aumentó la oferta, y segundo porque se dispersó la propuesta disponible.

―¿Y cuáles fueron los primeros libros?

―Fueron dos antologías; una que armamos con mi socio y con la ayuda de Horacio Achával, un viejo editor que trabajó en el Centro Editor de América Latina, un tipo muy sabio. Esa se llamó (y el título lo puso David Viñas) Buenos aires, de la fundación a la angustia. Eran textos ambientados en distintas épocas de la historia de la ciudad, desde el censo de 1904, que tenía la cantidad de cretinos que había en Buenos Aires, hasta un cuento de Cortázar. A Viñas le pedimos también que escribiera un cuento, pagándole lo que se pagaba en ese momento: cien pesos moneda nacional. Escribió uno que se llamaba "Buenos Aires, primera capital socialista de América Latina". Era un delirio, las masas iban cantando canciones de Tejada Gómez hacia el obelisco... Fue el único texto humorístico que escribió en su vida.

―Y ese libro, ¿lo reeditaron alguna vez?

―No. Se terminó de vender hace unos cinco años, porque fue un fracaso. Resulta que cuando había que decidir la tirada, pensamos que con esos nombres ―Cortázar, Walsh también nos había dado un cuento― íbamos a vender a lo loco, e hicimos una primera edición de diez mil ejemplares. Eso era correcto para una editorial establecida, con buena distribución, ya difundida, pero no para una editorial nueva. Se vendieron como tres mil, pero sobraron siete mil. Y se fueron vendiendo a un peso hasta hace unos años en la Feria del Libro.

―¿Y dónde los guardaron todo este tiempo?

―En distintos depósitos. El depósito itinerante de la editorial tuvo muchos destinos. Hubo un colegio primario que tenía una tía mía, que le quedaba un lugar en una habitación; primero un depósito de una fábrica de frenos en Avellaneda... Los libros no se saldaron nunca, ese es uno de los principios que tuvo la editorial, espero que lo siga teniendo, nunca saldar los libros. A lo sumo, venderlos a precio de oferta en la Feria, pero nunca venderle a un saldero un paquete. Una de las pocas veces que se hizo casi terminamos presos, porque habíamos publicado una novela de un brasileño que se llamaba Orilla de los recuerdos. Me la había recomendado Bernardo Kordon, y era una novela muy realista de un nene y su iniciación sexual con la profesora de piano, pero muy ingenua. Se vendió poco y vino un saldero y compró todos los ejemplares que quedaban, y la puso a la venta en quioscos con una faja que decía "joya de la literatura erótica", que era como poner un farol para atraer en la época de la policía de moralidad. Entonces secuestraron ejemplares en Florida y la causa fue a parar a un tribunal correccional. Me procesaron por publicaciones obscenas, pero me tocó un Oficial Primero que era un tipo que tenía una galería de arte. Presté declaración y acompañé un recorte del diario de La Prensa que decía que el libro era un poco fuerte pero que era brillante literariamente, y con ese argumento el juez dijo que era evidente que era una obra literaria y no entraba en la clasificación del Código Penal.

―Además de ese y del de los cinco dedos, ¿qué libros te trajeron más problemas de ese orden?

―Bueno, ¡ese es el que trajo más problemas definitivos! Simplemente eran cinco dedos de una mano verde que perseguían a otra mano roja, y encontraban por separado a cada dedo y lo maltrataban, lo insultaban, lo perseguían, hasta que finalmente los cinco dedos de la mano roja descubren que juntos son un buen puño, se defienden y con eso termina. Pero como el puño era rojo, y era el símbolo del socialismo, la mujer de un coronel de la guarnición de Neuquén lo compró para los hijos y cuando el padre lo vio en la casa le dijo “¡Cómo le comprás esto a los chicos!”, y lo elevó a la superioridad, que lo mandó a la SIDE y de ahí salió el decreto prohibiendo el libro. Y yo, como un imbécil, que ya había apelado contra la prohibición de una novela muchos años antes, presenté un recurso de reconsideración y ahí salió el decreto del Poder Ejecutivo y nos detuvieron.

―¿En qué situación los encontró eso?

―La editorial empezó en el 67 y esto pasó en el 77.

―¿Qué hiciste mientras estuviste detenido? ¿Podías leer?

―Leí muchísimo, sí. Estaba preso junto con quien era en ese momento mi mujer y mi socia, en una celda de Coordinación Federal en calle Moreno. Era una celda bastante amplia, tenía un baño y nos permitieron traer cosas de limpieza y limpiarla. Los familiares nos traían comida, al tiempo de estar nos fueron llevando un calentador y qué se yo. Era un lugar que había sido de tortura y de detención, pero lo habían limpiado y era el lugar donde salía gente en libertad, ahí había presos legales ya. Jugábamos a las cartas con los canas, leía muchísimo, sí ―mi viejo, mis amigos o mi socio me traían libros―. Nos preparábamos café, desayunábamos, y a la noche llegaba la gente que salía en libertad, generalmente chicas. En algún momento, mi ex mujer le ofreció café a una y ella le preguntó: "¿Y ustedes por qué viven aquí?". Estuvimos dos meses y pico, nos sacaron porque llevaron a unos detenidos de la huelga de telefónicos, que fue el primer sindicato que le hizo una huelga a la dictadura. A mí me pusieron en una cuadra de políticos, y al final uno de los oficiales me llamó y me dijo: “Mire, usted tiene dos posibilidades: quedarse allí, que va a estar incómodo y compartiendo las galletitas y qué se yo, o si no lo pongo en una celda de aislamiento. Va a haber guardias que le van a dejar la puerta abierta, va a haber guardias que lo van a dejar encerrado, pero va a estar más tranquilo”. Opté por eso, por la celda de aislamiento. Estaba preso ahí un ex juez, que si lo llevaban a Devoto los presos lo mataban, y él me pasaba cosas de comer por la mirilla.

―¿Todo esto lo anotaste en diarios, tenés registro escrito de estas cosas?

―Tengo grabadas horas y horas con Silvina Friera, desgrabadas y corregidas para armar un libro de memorias. Me voy a dedicar a partir de marzo a eso.

―¿Cómo se logra su liberación, para que puedan irse a Venezuela?

―Hay una protesta muy fuerte de los editores extranjeros, porque los argentinos tenían buenas razones para temer; incluso entre los escritores en la Feria del Libro del 77 se hizo circular un petitorio muy moderado preguntando por nuestra situación y demás y nadie se atrevía a firmarlo. Lo empezaron a firmar cuando lo firmaron Silvina Ocampo y Bioy Casares. Finalmente, en esto intervino un tipo que venía de Francia para firmar con la Junta Militar un convenio para televisar el Mundial del 78. Yo me había hecho muy amigo de una chica francesa, hija de un editor, que le había planteado a su papá ―que era un tipo muy encumbrado en la sociedad francesa― el problema, y él había hablado con un hombre de la televisión francesa que había sido editor también, que vino a Buenos Aires con el planteo de que él no firmaba si no nos liberaban. Fue alguien de la embajada de Francia a ver qué pasaba, y le dijeron que sí, que no había muchos motivos para tenernos detenidos y que nos iban a liberar. El tipo se llevó el convenio y recién cuando lo llamaron de la embajada para avisarle que nos habían liberado, lo mandó firmado.

―Vuelvo atrás: ¿a qué te dedicabas como abogado?

―Las tres P del abogado joven: putas, parientes y pobres. Hacíamos lo que viniera.

―Pero nunca te gustó, ¿no?

―No, yo me inscribí en Derecho el día que me fui a inscribir en Ingeniería y vi el plan de estudio y me dije: qué estoy haciendo acá. Es que yo quería estudiar Letras y mi viejo me había dicho “¡Pero con eso no te vas a ganar la vida! Nosotros no tenemos bienes”. Entonces fue, por descarte, Derecho.

―¿Y cuándo empezaste a leer?

―A los seis años empecé primer grado y tuve una nefritis, una enfermedad que me obligaba al reposo. Yo tenía unas tías, docentes, que me enseñaron a leer por esos días.

―¿Te acordás cuáles fueron los primeros libros?

―Obviamente Upa, los de Constancio Vigil, Juancito en Diverlandia... Y después había otro que se llamaba Cómo divertirse en un día de lluvia.

―¿Entraste a Derecho con 15 años, puede ser?

―Lamentablemente, sí.

―¿Pero cómo?

―Porque se acostumbraba mucho dar años libres. En la escuela primaria di sexto grado libre, el último grado. Y empecé el secundario, hice primero y segundo y varios amigos míos muy queridos dieron libre el tercero y yo me quedé solo y los echaba mucho de menos, así que di cuarto libre y nos volvimos a juntar en quinto. O sea que di dos años libres. Pero en ese momento era bastante común. Era una barbaridad, pero bastante común. En la facultad era un nene. Me titulé a los 20, un disparate. En aquel momento la mayoría de edad era a los 22, así que yo podía ser letrado patrocinante pero no podía ser apoderado. Me tenía que firmar todo un abogado amigo.

―¿Recordás el día que abandonaste el derecho?

―Sí, totalmente. Es un día clavadísimo. En el año 73 yo tenía unos tíos que tenían un negocio en el Once. Un local grande, eran tres hermanos, y decidieron que iban a alquilarlo, y a mí me tocó hacer el contrato de locación. Yo estaba haciendo el contrato, muy preocupado de no equivocarme, y un día volviendo para mi estudio (ya la editorial existía) sentí una lipotimia, el principio de un desmayo. Y me dije: “Uia, ¿y ahora me voy a morir, justo que estoy pensando en dejar la profesión?” Ese mismo día decidí abandonarla. Ya había empezado a publicarse Mafalda, o sea que la editorial tenía un ingreso, y en la semana se lo planteé a mi mujer, que le pareció bien porque me tenía que aguantar las depres de los domingos a la noche cuando sabía que el lunes tenía que ir a Tribunales. Se lo planteé a mi socio, estuvo de acuerdo. Fue en mayo del 73, sí. Estuvimos el 25 de mayo en la Plaza, gritando se van, se van y nunca volverán, y el 28 nos fuimos con Quino y Alicia a la Isla de Pascua y a Tahití, y después a Honolulu y a Hawai. Volvimos en julio, dos o tres días después de la caída de Cámpora.

―Hay otra actividad que también hiciste, y hacés, que es la periodística. ¿Cuándo comenzó?

―Empezó de alguna manera en la Facultad, porque publicaba una revista que se llamaba Lecciones y ensayos, que le adjudicaban la dirección a los mejores promedios y en un momento me encargaron dirigirla. Yo asumí la dirección justo con la muerte de Macedonio Fernández, que fue abogado también, y el primer artículo que escribí en mi vida fue una necrológica sobre él.

―Quien también detestaba la profesión, ¿no?

―Totalmente.

―Contás de ese viaje con Quino, de quien sos muy amigo; tenés relación de afecto con muchos de los autores que publicaste.

―Con Quino, con Fontanarrosa… Sí.

―¿Cómo creés que funciona mejor el vínculo editor-escritor?

―No hay uno solo, cada relación es particular. A mi viejo, que era médico, le habían regalado de un laboratorio una serie de grabados con fotos y uno decía: “Cuando la enfermedad asedia, el médico es dios; cuando el paciente mejora, el médico es un ángel; y cuando presenta sus honorarios, el médico es el mismo diablo”. Bueno, esa es la misma relación cuando un tipo te presenta un original, un inédito, cuando lo publicás y después cuando no se vende, por ejemplo.

―Hay un componente aleatorio en la suerte de un libro, ¿cómo se maneja eso?

―Sin duda. Hasta en las grandes editoriales que hacen marketing. El asunto es publicar una serie de títulos que te parecen valiosos pero son más seguros, en la medida en que pueden serlo, y con eso solventás lo demás. Es decir: Mafalda, Fontanarrosa y obviamente Nik han mantenido una cantidad de libros buenísimos que no se vendieron tanto en el momento, y por ahí se vendieron después. Pomelo, de Yoko Ono, que ahora lo publicó el Malba con su exposición, no vendió ni medio cuando se publicó.

―¿Qué libros son los que quedaron ahí, en depósito, y tuvieron suerte tardía o directamente ninguna, entre tus más queridos?

―Uno fue El traductor, de Salvador Benesdra, que después lo reeditó Eterna Cadencia. Me lo recomendó Elvio Gandolfo. Los libros de Berger, que siempre me gustaron muchísimo, no fueron un suceso nunca pero tampoco fueron un fracaso... Conductores suicidas, de Alejo Garcia Valdearena. Me olvido de varios, seguro.

―¿Cómo elegís los libros? Porque supongo que tu mente editora sigue encendida.

―Ahora cuando algo me gusta mucho se lo recomiendo a algún colega. Pero es perché mi piace, no hay otra. Me gusta que sea original, que me divierta si tiene humor. Más que nada el lenguaje; no es imprescindible que me cuenten cosas. Poesía antes leía mucho, ahora leo muy poco.

―¿Cómo ves el panorama de editoriales argentinas?

―Bueno, se consolidaron todas las que aparecieron al calor o al frío de la crisis del 2002, porque no son “bonsái”, como dijo un español por entonces; no son chiquititas y decorativas y destinadas a no crecer, como le parecía. Muchas han crecido en dimensiones razonables, y la ventaja es que la demanda es tan polimorfa que permite una diversidad interesante. ¡Cada día me entero de una nueva editorial!

―Hay algo con De la flor, que tiene muchísimos años,

―¡Cumple 50 este año!

―y es que nunca cambió de dueños. Hay un fenómeno de aglomeración, de compra de grandes editoras de las chicas, ¿cómo lo ves?

―Eso nos pasó, en los noventa: tuvimos dos propuestas de compra, pero no nos interesó. El problema no es la virtud o que preservábamos la virginidad, sino que simplemente nos iba bien. En la medida en que autores como Quino y Fontanarrosa se mantuvieron leales a la editorial, que no era muy grande pero que les respondía a full, no hizo falta. No hubo desfasaje financiero, ni en la peor época, del 2002, ahí no se despidió a nadie. Cuando estuvimos presos no se despidió a nadie tampoco, y la editorial trabajó medio día; todo el tiempo que estuvimos en el exilio siguió funcionando.

―Y a los autores, además de pagarles, los han acompañado, ¿verdad? Un autor puede tener un libro bueno, otro más flojo, ¿cómo se maneja eso?

―No, pero ahí, uno de los errores que cometimos fue no tener una política de autor. De muchos narradores publicamos su primer o segundo libro y no pasó nada, y después no seguimos publicándolos. Y así publicamos por ejemplo la primera novela de Pablo de Santis, la segunda de Caparrós y la primera de Guebel, y cortamos; tipos que después hicieron carrera buena. Así que no hubo una política de autor como la tiene Herralde, ojo.

―¿Y te arrepentís de esos movimientos?

―Y, me hubiera gustado seguirlos. Supongo que en ese momento primó la prudencia, en el sentido de que la editorial tiene que mantener cierto equilibrio de ingresos. Pero no se mantuvieron algunas apuestas. Sí con los humoristas, pero ahí porque era una especie de nicho de mercado en el que estábamos.

―Fueron la primera editorial en publicar ese tipo de materiales acá, ¿correcto?

―Sí. Después hubo cantidad.

―¿Cómo identificaron ese nicho? ¿El primer libro fue el de Quino?

―No, no. El primer libro fue el primero de Fontanarrosa. Pero porque a mí, si bien era un estudiante muy aventajado en el secundario, me aplazaron en dibujo, y tuve que ir a una academia de dibujo, a la Academia Atenas, a aprender a hacer carbonillas. Y aprobé raspando. Así que a la gente que dibuja le tengo gran admiración desde chico.

―¿Por qué creés que la historieta, la novela gráfica, venden tanto?

―Creo que tiene que ver con la cultura de la imagen. Se lee más fácil, más rápido.

―Mirando tu biblioteca, ¿qué editoriales te gustan a vos?

―Anagrama, básicamente. Salamandra. Del Zorzal, Cuenco de Plata. Eterna Cadencia. Interzona.

―Supongo que habrás acumulado en tu vida una cantidad de libros tremenda. ¿Descartás libros? ¿Hacés limpieza?

―No... Descarto los repetidos. Y tuve una ablación de biblioteca, cuando me separé parte de mi biblioteca quedó en mi anterior domicilio y nunca la recuperé.

―¿Extrañás mucho algún libro de ahí?

―Algunos autografiados, especialmente. Primeras ediciones.

―¿Y extrañás editar?

―No. En absoluto. Ya di. Ya está. De todas maneras leo los originales del concurso con un bolígrafo y cuando hay errores muy gruesos los corrijo, como si estuviese preparando el original para publicar.

―Fuiste testigo de la aparición del libro a precios populares y ahora encontramos un libro encarecido.

―Porque las tiradas son más chicas, es obvio que el libro se va a encarecer si las tiradas son más chicas.

―La aparición del libro digital, ¿en algún momento te preocupó?

―No. Sé que existe, me parece bien, y va a tener un futuro menos promisorio del que parecía al comienzo. Como los CD-ROMs, que cuando se hizo el Congreso de Editores en el 2000 acá dijeron: “¿Para qué van a seguir haciendo libros ustedes, si ahora lo que viene es el CD-ROM?” Y el CD-ROM duró lo que un suspiro.

―¿Y por qué creés que el libro resiste?

―Algo habrá hecho.

 

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