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Detalles implosivos

Jorge Consiglio

La violencia —súbita y metódica—, la perversión, la enfermedad y el encierro regresan, entre otros temas, a los personajes mamushka de Jorge Consiglio. Una entrevista con el autor de Villa del Parque, libro de cuentos que acaba de salir por Eterna Cadencia. "Yo quiero que el texto narrativo sea un tembladeral", advierte.

Entrevista y foto Valeria Tentoni.

"Lo que hago lo hago porque me gusta", grita el ojo tuerca naranja en la remera de Jorge Consiglio. El autor de Villa del Parque —libro de cuentos que acaba de salir de imprenta por Eterna Cadencia Editora— sonríe, al sol, en la terraza. ¿En qué parte de ese hombre que toma café ahora está el que miraba, por primera vez, la versión de Kubrick en el cine? ¿Dónde está el que escribía poemas en los que podían leerse versos sobre "el íntimo teatro del miedo"? El que definía su poética como "una manifestación de la ruptura en la visión cotidiana del orden del mundo". El que se decidió por estudiar Letras. ¿Dónde el visitador médico que un buen día, harto por completo, decidió renunciar a su trabajo para dedicarse a escribir? ¿Dónde el que tuvo vértigo la noche anterior a resolverse? ¿Dónde el hombre que por primera vez en su vida se acuesta a dormir pensando: "Mañana me voy a despertar, me voy a preparar un desayuno y después voy a escribir toda la mañana, toda la tarde, todo el día, sin sonreír a nadie, sin hablar con nadie, sin deberle amabilidades a nadie"?

Una mamushka, Consiglio: cientos de hombres dentro del que ahora termina su café. Igual que los personajes que construye, cuidadosamente, sellando con saliva las mitades que guardan monstruos en mitades que guardan, a su vez, redentores en mitades. Y así siguiendo: no hay última figura en las secuencias que les imagina.

A Consiglio no le interesa impermeabilizar las historias que cuenta, llevar a nadie hasta un final más o menos redondo. "A veces las cosas se van de las manos. Hasta lo más inofensivo se vuelve una amenaza", escribe. Una simple basurita en el ojo de alguien puede implosionarlo todo de un momento a otro. "En ficción trabajo a partir de los detalles, pero pasa también viviendo, que lo único que hacés es interactuar a partir de los detalles, de los fragmentos del otro. Sería demasiado pretencioso creer que podés acceder a algún tipo de totalidad; siempre estás en un horizonte de ignorancia", resume. Una tirada de dados jamás abolirá el azar, podría haber desparramado en una hoja.

La violencia ("el gran misterio", como la definió en alguna oportunidad), la perversión, la enfermedad y el encierro, algunos de los temas recurrentes en su obra —que incluye libros como Pequeñas intenciones, El otro lado y, su última novela, Hospital Posadas, además de múltiples reconocimientos y premios— regresan en Villa del Parque.

 

Venís de un título como Hospital Posadas, también una localización puntual, ¿de dónde salió Villa del Parque?

—A Villa del Parque lo tengo como una especie de territorio idílico. Viví mi infancia y hasta que tuve unos veinticuatro años ahí, después me vine más para el centro. Tiene la estructura de un pueblo, y algo de territorio ficcional también para mí. Las ficciones del libro no transcurren en Villa del Parque, pero sí hay como una especie de clima o atmósfera de lugar pequeño. El libro tenía un primer nombre, Diagonal Sur, pero hay un libro de Villoro que se llama así entonces nos corrimos. Y este surgió un poco hablando con Hernán Ronsino. La construcción de Villa del Parque como zona idílica tiene que ver con estar alejado pero no tanto. Es decir; estás en un barrio, una especie de cosa nuclear, amparadora, de distancias a pie, al mismo tiempo lejos del centro, lo que te poluciona. Lo recuerdo a mi viejo trayendo historias del centro, como si viniera de Siberia; laburaba en una oficina y en la sobremesas contaba anécdotas de su día. Era una distancia ficcionable, y él quedaba como emisario. De hecho, él fue el que empezó a traerme también libros. Había una librería en Carlos Pellegrini y Corrientes, en la esquina, Kapeluz, donde tenían una colección que se llamaba Iridium, una que competía con la Robin Hood. Pasaba por ahí y me los compraba, y de algún modo era como que "venían de otra parte". Por eso digo que es un territorio idílico: yo no podría volver a vivir a Villa del Parque, es uno de esos lugares a los que se vuelve con la memoria, una especie de fantasía recurrente frente al quilombo diario.

—Pienso en el personaje del relato "Viajar, viajar", que vuelve a su pueblo. Y en cómo le va.

No sé si línea a línea se corresponde pero sí, hay algo de esa atmósfera. Es cierto que es un personaje al que no le va bien en ese regreso a la casa de sus padres, a la que vuelve para ponerla a punto y venderla. Tiene que ver un poco con ese clima; mejor que esos lugares permanezcan como una entelequia y que se regrese como recuerdo.

Hablaste de Villa del Parque como de una periferia: tus personajes también siempre están en el borde, dando pasos inesperados, a punto de convertirse en monstruos pero no del todo.

Creo que esa cuestión está en todos los personajes. Esa tensión entre la humanidad y el punto de fuga hacia la violencia y la perversión, es una alquimia que los vuelve verosímiles. Es una estrategia. En el primer relato del libro, "Diagonal Sur", lo que yo pensé fue en reescribir "El sur". Y en qué pasa con el tema, más que de la violencia, de la cobardía y la gallardía. En "El sur" el tema es más bien "si te tocan el apellido", ¿pero qué pasa con la violencia cuando te bajás a matarte con alguien que es nadie, por nada, en medio de la calle, como ahí, por una mala maniobra en el auto? Lo que intentaba responderme es qué pasa con la violencia cuando es repentina, cuando es súbita, cuando no está programada. Es tan pura, tan genuina, tan falta de escena… Casi más que el sexo, porque incluso en el sexo como pulsión hay escenografía, hay estrategia, hay merodeo. Pero acá no. En este tipo de violencia hay una fatalidad; no sé si es atávica o hay un mandato. Hay una cuestión casi primaria. Por eso me parece que tiene incluso menos artefacto de relacionamiento que el sexo.

En "Viajar, viajar" hay también una escena de sexo, la única del libro. Y luego hay grandes momentos de erotismo en "Jessica Galver", una historia fuertísima. ¿De dónde salió?

El germen primal tuvo que ver con un tipo que fue a la clínica de Cormillot y me contó una escena, la de unas caminatas con todos sus compañeros en la clínica por un jardín. Esa escena, a su vez, me entró a disparar otras escenas. Cuando empiezo a raspar, no para documentarme sino para jugar con ideas, un cirujano amigo me contó del estrés oxidativo y de los tratamientos para la obesidad con frío.  

Un subrayado: "Creo que el dolor siempre abre mundos". 

La enfermedad lo que hace es cambiar el punto de vista, en muchos sentidos. Si estás horizontal o si estás internado hay una cuestión química que hace que empieces a pensar distinto. Por otra parte, el tema del encierro diagrama otra mirada, definitivamente. Esa otra mirada hace que vos empieces a interrelacionarte de otra forma y me parece súper fecundo desde lo narrativo ese nuevo punto de vista. Ese otro que te surge en un momento, a propósito de la enfermedad. Y, además, es algo que me planteo cotidianamente: ¿qué pasa si me cortan una pierna? Fijate lo que pasa nomás cuando te entra una basurita en el ojo, cómo te cambia toda la historia. Empezás a vivir otra vida paralela a la tuya. Y empezás a valorar un estado perdido, cierta nostalgia fatídica que te vuelve una especie de rencoroso constante. Que puede derivar en una especie de rencoroso asesino.

Esta estrategia del personaje dentro del personaje, ¿cómo la definiste?

Hay dos cosas que me encantan para laburar: la persona dentro de la persona, sin llegar a la psicosis, la pregunta por cuántas personas tenés adentro. Y hay otra cosa, la del cambio súbito: que un pequeño ingrediente te transforma en otra persona, completamente diferente. Empezás otra vida, una vida que ni siquiera pudiste imaginarte antes. Esa cosa secuencial que, en algún punto, me parece tienen todas las vidas, esa cuestión de sucesión de etapas. Hay ciertos invariables siempre, pero si uno lo extrema desde el punto de vista de la ficción es interesante ver esta cosa casi dicotómica, blanco o negro. 

"La falta de salud altera la mirada", lo dice el libro. ¿Además de la enfermedad y el encierro, que otros temas creés regresan a tu obra? 

El encierro y lo vincular, dentro de pequeñas comunidades. Y las pequeñas comunidades que en algún punto son transitorias también me interesan. Por ejemplo, entre dos hermanos… ¿Cuánto tiempo viven juntos? ¿Veinte años? Pero también en las comunidades transitorias extremas, por ejemplo en un viaje de colectivo. En la literatura está lleno de testimonios. Hay un texto de Cortázar, "Ómnibus", de Bestiario; una mina se toma un bondi y se le dispara una enorme paranoia, de que todos la miran mal. Y se genera una cosa genial. Hay otro relato de Maupassant, "Idilio". Es un pibe de veinte años que parece que es un labriego y una mujer mayor, de 25. Viajan en tren, van muy lentamente, los dos son italianos. En un momento dado ella se despierta y se desprende un botón de la camisa, se queja de que se siente mal. Entra un bebé al tren, llorando, y al oírlo le cuenta al hombre que ella podría saciarlo, porque es nodriza. Y que se siente mal justamente porque hace tres días que no da de mamar. Entonces el hombre se ofrece. Y la mujer le da de mamar al tipo, es una escena de una intimidad brutal, de fuerte erotismo. El relato termina de un modo que da para preguntarse si está bueno o no; ella le agradece y el tipo le responde: "Gracias a vos. Hace tres días que no como".

Me hace acordar al relato de Saki, "El ratón", que tiene una escena parecida. Dos pasajeros en un vagón, al tipo se le mete un ratón dentro del traje pero por pudor no se anima a desnudarse frente a la mujer para sacárselo de encima, y lo soporta horriblemente todo el trayecto. Cuando llegan, ella le revela, al pasar, que es ciega, cosa que él por supuesto no había notado. Digo, estos tipos Maupassant, Saki resolvían los cuentos así. Te cerraban el portón al final, te bajaban la persiana, te dejaban afuera. La idea circular, que no queden hilos sueltos. 

A mí me hinchó las bolas el cierre de Maupassant, porque desactiva o al menos le baja grados al erotismo. No sé si hacía falta decir: "Hace tres días que no como". Quizás con algún detalle, acerca de la avidez de la mirada del hombre. Una elipsis. Pero clavar ahí, a través de un discurso directo, me parece que es un final muy taxativo. Digo, está bueno para pensarlo, claro que entiendo se trata de Maupassant o Saki, pero igual uno puede pensar a partir de eso. Una propuesta así nos expulsa, porque buscamos lo deshilachado. Después de las vanguardias, a uno le cuesta pensar en un relato estricto. De hecho, el minimalismo pensando no sé si Carver, por el tema de la edición, pero pensando en Cheever o en Hemingway ahí lo que tenés es un "bueno, arreglate con lo que te tiro". Ahí sí hay una cabeza de desarticular el relato tradicional, pensando en que un comienzo y un final ortodoxo manifiestan el artificio. Con un final como el de Maupassant, o como el de Saki, lo que te estoy diciendo claramente, con carteles luminosos, es: "¡Te estoy contando un cuento! ¡Esto es ficción!" En tanto que si vos arrebatás eso, y empezás en cualquier lugar, y terminás con un final absolutamente deshilachado, estás omitiendo y generando otro tipo de recurso para que a vos, lector, lectora, el verosímil te entre más fácil.

Al leer este libro tuyo, justamente, se puede tener la impresión de estar como llevado en un tren que frena en ciertas estaciones —ocho estaciones, para ser más exactos. Son como vistazos, y ahora escuchándote se comprende tiene que ver con esta idea: no están cerrados herméticamente en su trama.

Es pensar al texto como un artefacto poroso, porque me parece la mejor manera de que se aproxime al lector. O es lo que a mí me gusta leer, también. Por ejemplo, El colectivo de Eugenia Almeida; nunca hay cierres taxativos, sino que justamente lo que hace en su ficción, y que me encanta y que uno trata humildemente de hacer, tiene que ver con el merodeo. No decir algo de una manera contundente. O si lo hacés jugar a que tu narrador es así, a que esa voz tiene un tono de certeza. Pero me encanta la cuestión de aproximarme, rodear las cosas, laburar con lo fragmentario, la parcialidad. Dar una serie de escenas que tengan por continuidad un sentido, y ese sentido en algún punto tiene que ver con algo lírico. 

Están trabajados con recursos de la poesía, que es además el lugar por el que comenzaste a escribir.

Sí, pero también me pregunto hasta qué punto esa división. El lirismo es un ingrediente que en la narrativa es riñón. Es el riñón de la narrativa, de toda narrativa, por más que sea una narrativa que lo corra o que se proponga no laburar con eso. No existe, es imposible.

—Y la poesía es el tejido textual poroso por excelencia. 

Exactamente. Y yo quiero que el texto narrativo sea un tembladeral. Que aparente estar asentado sobre algo firme pero que no sea así, que haya constantes desplazamientos. 

¿Qué libros te han marcado en este sentido, como lector?

Creo que si hay un tipo que labura con esto fuerte es Di Benedetto. En Zama, pero la sintaxis de El silenciero o la de Los suicidas… Incluso la relación de los fragmentos dentro de Los Suicidas, es de una maestría de la puta madre.  Esa creo que es una de las marcas más fuertes.

¿A Di Benedetto lo leíste por primera vez cuándo? ¿Cuando estudiabas Letras?

Empecé con Zama, no sé en qué momento me lo compré, por la editorial Alianza. Es una novela que me asombró. Lo que te deja Zama son muchas preguntas, ¿por qué es tan poético? ¿Por qué me golpea esto? ¿Dónde está? Descubrí que lo que me mataba era el punto de vista, el narrar ciertas cosas que son cotidianas con una cosa muy de extrañamiento. Y nunca sabés muy bien por dónde pasa ese extrañamiento, pero lo vuelve muy singular. Es el punto de vista. Hay una cosa gruesa de Di Benedetto que me lo pone más adelante que otros autores.

—No fue en la carrera, entonces.

—No recuerdo. La carrera la hice a lo largo de muchos años, diez años o más. Siempre estuve haciendo otras cosas, laburando, y esa era una cosa medio parcial. Me armé una carrera fácil cursando muchas literaturas.

¿Por qué te anotaste en Letras?

Yo quería escribir. En tu fantasía te parece que Letras te va a ayudar, pero es simplemente una fantasía. Ahora tenés otras alternativas. O quizás la alternativa sea ponerte a escribir. En Letras no te lo prometen y, al menos en el momento en que yo cursé, casi te diría que te desalentaban a escribir. Cuando estudiaba Letras, también por un tiempo de producción, lo que escribía era poesía. Y después, cuando cerré Letras, empecé a escribir narrativa más sistemáticamente. Es que creo que la escritura es difícil que se reconcilie con ciertas instituciones. Podés merodearla un poco, pero la verdad es que Letras, ni ninguna carrera, te sirve para mucho.

Vos estás dando clases, ¿verdad? En Casa de Letras, das talleres, estuviste en la UNTREF.

—Sí, pero lo que trato de hacer, sobre todo, es pensar juntos qué funciona dentro de un texto y qué no funciona. Es puramente reflexivo, no hay una idea pedagógica. No existe esa posibilidad, sino un: "Veamos cómo funciona un narrador de estas características dentro de un relato que tiene estas otras, de acuerdo a un sistema textual". Que es la única manera, me parece, de acercarse a la escritura.

—¿Fuiste a talleres?

No, nunca.

¿Y cómo empezaste a escribir?

Yo tenía un preceptor en la secundaria que fue un tipo, para mí, fundante. Era un flaco de 24 años que estudiaba Letras. Lo recuerdo con barba, era un tipo increíble; después largó Letras e hizo Filosofía. Y este pibe escribía poesía y leía a la generación del 28 española. Nosotros a los 15 lo mirábamos, con un grupo de amigos, y pensábamos que era increíble. Ahí empecé a escribir poesía, y a leer poesía. A los 15. Hice ensayos de pequeños relatos pero eran malos. Diría que recién quince años más tarde empecé a generar algo en narrativa con lo que me sentía no seguro pero sí me gustaba más que eso. Al mismo tiempo, creo que la escritura te preserva y te defiende mucho. Cuando laburaba en otra cosa, siempre era el contrapunto, el salvoconducto, pensar en la literatura, en una idea para un cuento.  

Hace tiempo te pregunté, antes de que dejaras tu trabajo, creo, cuándo te hacías tiempo para escribir. Contaste que te levantabas una hora, o dos, antes de empezar el día para eso, religiosamente.

Sí, y eso está buenísimo porque es el proyecto de uno, la terapia de uno también. Después tenés todo el día para la mierda, ocupado en la mierda. No obstante vos, esa hora y media de la mañana que laburaste en tu texto o leíste para vos, ya está. Tenés tu abriguito para el resto del día. Igual es una simplificación, porque si no tenés tiempo vivís emputecido.

¿Hace cuánto dejaste de trabajar como visitador médico ya?

Unos cinco años. 

¿Recordás el día que dijiste basta?

Podría contar una historia más heroica, pero no hubo tal cosa. Fue una decisión re heavy metal. Yo vivía puteando para adentro, y en un momento dado mi entorno me sugirió largar el trabajo. Hay cierto mandato, en mi caso, ganapán. Incluso ahora mismo lo combato. Y en una convención muy pedorra yo estaba en un gran stand y había unos brasileros con unos globos, a los gritos, invitando a la gente a participar de un concurso. Los médicos de la convención pasaban, pinchaban los globos y tenían que sacar un papelito, se ganaban no sé qué cosa. Y me pareció el paroxismo del absurdo. Me di cuenta de que me iba a morir de eso. Avisé que quería irme, logré un acuerdo con recursos humanos para formar a la persona que iba a quedar en mi lugar. Ahí empezó el mejor momento de mi vida.

—¿Momento en tu lista de libros? ¿Vendría siendo Pequeñas intenciones?

No, ese lo escribí mientras estaba todavía laburando allá. Hospital Posadas ya es después de esto. Y este, Villa del Parque.

Así que estos son los dos libros ya de…

De la libertad.

En una entrevista que te hacen sobre Hospital Posadas decís que sentís que hay un cambio en tu escritura justo en ese libro. ¿Creés que tiene que ver con eso?

No sé si adjudicarlo directamente a eso, pero sí hay algo muy cierto: mis tiempos de producción son otros, y mi idea del mundo es otra. Es decir: yo antes vivía afuera, escribía en bares. Ahora escribo en casa, en la cocina. Había cierta cuestión de estar para afeura constantemente que ahora no la tengo. Evidentemente soy otro tipo. Y la escritura es otra. 

¿Ahora son más rápidos o más lentos los tiempos de producción?

Con este libro tarde dos años. Es raro, porque hay algo que se asienta en ellos. 

Es un conjunto muy orgánico, se nota que son de un mismo periodo. Quizás el de Roca está un poco fuera del conjunto, "La noche anterior".

Es otro texto y es otro momento, es claramente el de Roca el último que pensé en poner, no sabía si incluirlo. Es el único texto que escapó al sistema. Una vez escuché en una entrevista a Gandolfo donde hablaba de Dos mujeres, un libro que salió en Alfaguara, que trae dos relatos rarísimos. Es un libro corto. Y Gandolfo decía: "Me prestaron un departamento en Rosario, escribí durante dos meses y medio, y salió este libro". Y yo me decía: "¡Qué fortuna! ¿Cómo será esa rutina?" Y este libro, Villa del Parque, fue escrito casi todo en verano. Y fue esa cosa de estar en casa absolutamente solo y en el amparo del cuento, de esa escritura que te resuelve la ansiedad rápido porque en tres meses, ponele, terminaste el texto, no como la novela que estás dos, tres, cuatro años laburándola. Y bueno, pude sobrevivir esos dos veranos que fueron pesados escribiendo y leyendo. Era acostarme a dormir y decir: mañana escribo. Y eso te justifica. 

 

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