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Literatura en tránsito

No lugares

"Los aeropuertos son como uno de esos agujeros negros de gusano de los que habló Stephen Hawking y que revolucionaron la física moderna. Conectan realidades que no parecen estar interconectadas. Todo lo atrapan y te llevan hasta otro lado, insospechado, como por arte de magia".

Por Antonio Jiménez Morato.

Me sorprende que no haya más literatura de aeropuertos. Siendo como son uno de los espacios más ocupados, transitados y cargados simbólicamente en el mundo de hoy. Hay aeropuertos por todos lados, los hay enormes y monstruosos y los hay mínimos y destartalados. Y, pese a que eso debería apuntar a diferencias evidentes, cuando uno está en un aeropuerto se da cuenta de que los grandes y los pequeños se parecen más de lo que uno podría sospechar antes de verse en ellos. Los aeropuertos fueron escogidos como no lugares por un sociólogo hace tiempo y parece que eso los sacó de las páginas de la narrativa, por no decir de la poesía, ¿cuántos poemas hay sobre aeropuertos? Seguro que muchos más de los que uno conoce, porque tampoco es que haya uno jamás dedicado un solo gramo de su tiempo a pensar si podría armarse una antología de textos sobre aeropuertos. En realidad uno entiende que se desprecie como materia temática un aeropuerto porque lo ideal es atravesarlos. Yo creo que los aeropuertos son como uno de esos agujeros negros de gusano de los que habló Stephen Hawking y que revolucionaron la física moderna. Conectan realidades que no parecen estar interconectadas. Todo lo atrapan y te llevan hasta otro lado, insospechado, como por arte de magia. Uno está en Buenos Aires, atraviesa esa campiña trufada de pequeñas construcciones hasta Ezeiza, pasa un control de seguridad, se sienta durante unas horas en una habitación donde todos miran hacia el mismo lado –me sigue fascinando por qué en los aviones uno mira hacia el morro del avión, entiendo lo de ir en el sentido de la marcha en un auto o un tren, pero ¿en un avión?–, y aparece en otro universo. Uno en el que puede conectarse con el propio y del que puede volver, sí, no como los que conectan los agujeros negros de Hawking. En fin, si uno se detiene a pensarlo sin los conocimientos tecnológicos adecuados, casi todo lo que sucede hoy en día es inexplicable. Mejor hacer lo que todos hacemos: usar lo que hay sin pensar demasiado en ello. 

La literatura ha pensado poco los aeropuertos, la verdad. Si me pongo a hacer memoria se me ocurren algunas novelas, algunos cuentos, pero en ellos el aeropuerto es siempre un escenario. Uno a la orden del día, como en las narraciones de antes las estaciones de trenes –¿siguen apareciendo estaciones de trenes en las novelas por otro motivo que darles un toque literario?–, pero jamás se tienen en cuenta las posibilidades del aeropuerto como escenario. Me viene a la cabeza, por ejemplo, una de las novelas de Nothomb –creo que sigue publicando una por año con una perfecta indiferencia hacia las normas del mercado equiparable a la que el campo literario parece ir sintiendo hacia ella–. Hasta que uno conoce la experiencia de primera mano de lo que en realidad es un aeropuerto porque se queda varado en uno durante un largo día. No un retraso ocasionado por un error de la aerolínea, que significa un pasaporte automático para un hotel de los alrededores del aeropuerto, todos semejantes e igual de aburridos, pero donde al menos uno tiene un retrete propio, una ducha, una cama, un enchufe y un poco de calma y soledad. Los aeropuertos son, para los que jamás se hayan detenido a pensarlo, un espacio sin duchas, donde uno nunca está solo, ni siquiera en los retretes, donde no hay camas –todo lo más si uno sabe moverse un sofá o un camastro plegable– y donde es imposible comer algo saludable. Cada vez que entro en uno, de un tiempo a esta parte, me pregunto qué habría podido escribir Kafka de haber conocido un aeropuerto. La sola idea me deja pensativo y, de algún modo, invita a realizarla, a intentar trazar una narración kafkiana con la excusa del aeropuerto. Porque en realidad, el misterio de los aeropuertos es que todos pasan por ellos sin llegar a darse cuenta de lo que en realidad esconden. Y si ha habido un escritor capaz de rasgar el velo de las apariencias y obligarnos a preguntarnos cómo está hecha estas ficciones que llamamos realidad o vida, ése fue Franz Kafka. 

Sin embargo los aeropuertos son lugares de paso para la vida de casi todos y para los propios novelistas, que no los consideran merecedores de mayor desarrollo o investigación. Como si se tratasen de un dolor de muelas exasperan y cansan de modo infinito mientras uno está inmerso en ellos, pero luego nuestro cerebro borra la experiencia desagradable quién sabe si para permitirnos usar sin vergüenza esa máscara llamada cordura. Yo, sin embargo, que ya he escrito relatos sobre maletas y cintas de equipaje, que cada cierto tiempo me veo haciendo noche en un país que jamás habría pisado por voluntad propia, o que voy sabiendo ubicar los salones de descanso con los sofás más acogedores de los aeropuertos gringos, me he dado cuenta de que los aeropuertos sólo pueden ser escritos. De que son espacios que violentan la lectura, no se trata de que la gente lea cada vez menos, sino que los aeropuertos, con su profusión de megafonía, televisores encendidos, hilo musical, carros de pasajeros y niños incontrolables están hechos para que no se lea. No hay modo de leer en el aeropuerto y en buena medida por eso no parecen encontrar hueco en una literatura cada vez más solipsista como la que nos ofrecen –que versa sobre escritores, lectores, librerías y libros–, mientras que van imponiéndose como una realidad que requiere de un Kafka capaz de ver más allá de sus mármoles lustrados, sus sillones de cuero falso o sus cámaras de vigilancia. Hay algo en los aeropuertos que está buscando ser contado, pero, en realidad, nadie lo hará porque cuando uno está encerrado en ellos tan sólo piensa en salir de allí lo antes posible y olvidar todos y cada uno de los minutos que ha pasado allí. 

 

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