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La vez que no conocí a Elena Ferrante

Planear las vacaciones en un lugar paradisíaco puede ser un infierno literario.

Por Andrés Hax.

1.

Por un milisegundo estuve convencido de estar cara a cara con Elena Ferrante —el pseudónimo de la novelista italiana bestseller y alabada por la crítica, cuya identidad real es un secreto más guardado que la receta de la Coca Cola. Estaba junto a mi esposa y mi hijo de siete, delante de una vociferante y jovial italiana de la edad de mi madre. Era la vecina de una casa que habíamos alquilado en la orilla de un lago, cerca de Bariloche. Llevábamos apenas unas horas en este lugar idílico, tras cruzar el país en auto, un viaje que resultó ser una especie de sueño. Como volar por fantasmagóricas nubes y campos de girasoles durante tantas horas que en un momento se dejan de contar. Paramos una noche en un pueblo minúsculo donde los adolescentes, a falta de qué hacer, corrían en sus motos con un frenesí extático, poniendo a prueba la inmortalidad que seguramente sentían como propia, aunque sin articularlo así, sin ponerlo en palabras.

Nuestra vecina nos daba la bienvenida y nos aturdía de información, entrometiéndose en datos íntimos de nuestra propiedad alquilada como si fuera la dueña. En un momento sacó un papel con una lista de nombres, características físicas y psicológicas: eran sus cuatro perros. Todos tiernos y juguetones, encantadores y amantes de los chicos, especialmente el Rottweiler y el Siberiano, aunque el siberiano no tanto en realidad. Y eso sí: que el nene no jugara al fútbol porque el Rottweiler —lo llamaré Cuqui— se devoraba las pelotas. Yo la miraba, dócil, y medio confundido, cuando claramente la tendría que haber frenado con unas selectas palabras vulgares exhortándola a ocuparse de sus propias cosas y dejar sus perros en su propiedad, punto.

Pero, además de estar aturdido por la tormenta de palabras y promesas de visitas con pasteles e indicaciones y restricciones, también estaba elaborando la teoría de que posiblemente estaba delante de una de las grandes novelistas contemporáneas. Por un milisegundo estuve seguro de que era ella. Le iba a dar charla y, cordialmente, volver al tema del Rottweiler. Tal vez preguntarle si era de Nápoles. Pero de la misma forma abrupta que apareció se fue, avisándonos que nuestro auto estaba mal estacionado y que nos olvidamos de cerrar la tranquera.

2.

Tras comenzar el día organizando nuestros libros, cuadernos, ropa y objetos de pasatiempo —y también la primera compra en el supermercado local— nos pasamos la tarde nadando el agua helada, cristalina y profunda del lago. Nunca había nadado en un lago. Mi hijo tampoco. Era un bautismo, una cura, una fuente de juventud que iba ser nuestra por un mes. Estábamos en un bosque, solos con nuestra vecina, cuya casa podría haber sido parte del escenario de Game of Thrones. Tal vez una posta en el camino entre un dominio y otro, donde los viajeros descansan sus caballos e indagan su fortuna con la bruja aldeana, que lee el porvenir en las húmedas tripas de ranas aun vivas o en los huesos secos de cuervos tirados al azar sobre una mesa.

Por la noche, tras cenar, mi esposa dijo que a iba a ver las estrellas caminando por el borde del lago, que fuéramos todos. Yo terminaba mi vino tino, fresco; lo había puesto en sus aguas nocturnas para que tomara una temperatura ideal. Pero apenas levantada de la mesa, mi compañera volvió con una cara de terror. Era la misma mueca involuntaria que hizo mi hijo por la tarde, al salir disparado del agua congelada del lago, luego de saltar del muelle sin haber probado la temperatura ni siquiera con un dedo gordo.

En la puerta de la casa, mirando adentro por la ventana, estaba Cuqui y su jauría.

“No pasa nada… Dale, no seas temerosa,” dice el paterfamilias. Y para demostrar mi hombría y la prometida docilidad de Cuqui y compañía salí a la oscuridad, tras los gritos exagerados de mi esposa y de mi hijo. Afuera, al lado de la bestia, le miré el punto del cráneo, entre las orejas, con un simulacro de ternura (no me animaba mirarlo a los ojos) y le ofrecí mi mano para que la oliera, siguiendo el protocolo universal. ¡Lindo perrito! ¡Hola, Cuqui! ¡Rajá de acá! ¡Volvé a tu casa!

Nada. Cuqui estaba inmóvil como una gárgola de La Catedral de Notre Dame. Su mirada era de piedra, sus ojos dos vidrios negros. Creo que me habría dado menos miedo si hubiera estado ladrando como un hincha de la 12 después de un gol a River y con los ojos dando vuelta como trompos. Sin darle la espalda entré a la casa, amargado.

3.

La mañana siguiente, tras una noche de sueño inquieto —no tanto por Cuqui, sino por no haberla mandado bien a la mierda a Elena Ferrante cuando le prohibió a mi hijo jugar a la pelota en mi jardín— estaba contemplando mi eventual confrontación con la vecina, aunque mi vacilación se cortó al verla subir hacia nuestra casa desde la playa del lago con la actitud de la novicia rebelde a punto de cantar. Salí con firmeza y con los objetivos claros. Y todo terminó mal. A los gritos de mi parte, pero sin insultos. Cuando la dueña de los perros accedió a que Cuqui no pasara a mi casa, pero que, sin embargo, insistió en que de noche sí iba a salir, yo retruqué que no, ella dijo: “¿Pero a qué hora se van a dormir? ¿Hasta qué hora tienen que salir de la casa?”

En ese momento el paraíso comenzó a teñirse con un aliento siniestro.

El nuevo día pasó sin incidente y esperábamos en que todo estuviera resuelto. Pero ya sabíamos, íntimamente, mi esposa y yo, sin decírnoslo, que esto no había terminado y que, además, iba a terminar mal.

Esa noche, recién terminado el crepúsculo, por la ventana del living —como del vidrio de un tanque de tiburones en la oscura sala de un acuario— pasó Cuqui, campante, dominio de su tierra.

Pusilánime, reaccioné con un llamado a los administradores. Me aseguraron escandalizados que todo se resolvería. Pero el crepúsculo siguiente, jugando a los pases con mi hijo en el jardín, de golpe miro para arriba y parado a su lado –más alto que él por cierto, o tal vez quedó así en mi imaginación— estaba el inmóvil Cuqui, a quien yo ya le había bautizado Cujo.

4.

Estaba con Cujo en la puerta de la cocina de Elena Ferrante. Las luces estaban prendidas y en la tele pasaban “Los Ocho Escalones” pero nadie contestaba el timbre. Hola, soy el vecino. Necesito hablar con ustedes. Por favor. Silencio. Aplaudía, como se hace en los pueblos, desde la vereda, para anunciar una visita. Nada. Seguí, con Cujo a mi lado. En la distancia me gritaba mi hijo, que después supiera que estaba siendo perseguido por otro de los perros. En el momento pensaba que me gritaba desde dentro de la casa, ansioso que volviera. Seguí con mis reclamos.

Y entonces pasó algo que no olvidaré. Dentro de la rabia y el conflicto vecinal sucedió algo diferente, una visión de un ultramundo. La casa estaba construida como una serie de torres y sobre una inclinación aguda. Había un pasaje sinuoso, tapado con un techo puntiagudo que iba a unas residencias más alto en el bosque. Allí apareció, en el crepúsculo (siempre en el crepúsculo) un hombre alto, grande, con una melena leonina de pelo blanco y una barba de Merlín. Bajaba por las escaleras, tranquilo —en mi memoria— casi flotando. Era recto. Se me fue el enojo. Todo iba a estar bien. El pelo blanco, en el crepúsculo, emitía su propia luz. O de alguna manera, como una luna, reflejaba la agonizante luz azul del día amarillo en la noche fresca.

5.

Escribo estas palabras desde Miramar, donde decidimos continuar y terminar nuestras vacaciones, frente a un océano lleno de gente, gente y más gente.  Estoy sentado en una reposera de plástico comprada en un supermercado, dentro de un cuarto blanco con vista al mar. Está bien. Sobre la sabana de la cama-sillón desecha delante de mí, quedó estampada la réplica del tatuaje de henna de un monstro cubista de Minecraft (un creeper) que se hizo mi hijo en la plaza.

En el hotel hay un tobogán de agua donde mi hijo pasa el día. Allí, para los nenes, suena regatón pornográfico —literalmente: las letras son todas sobre coger— a volumen boliche. En el café suena rock de baladas de los años 80 y 90 —Bon Jovi, Aerosmith, Whitesnake, a cualquier hora del día. En la pileta se escucha reggae nacional. Hay un punto de confluencia donde se pueden escuchar todos estos playlists simultáneamente. Lo probé por unos segundos, pero sospecho que induce a la locura, así que rajé a mi cuarto donde solo se escucha el mar y los reclamos cotidianos de los vecinos amontonados.

No hay internet ni señal de teléfono. Pensé que iba ser un bálsamo mental y espiritual, pero descubrí que ya, a esta altura del partido, eso sí induce a la locura. Por la ventana veo gente caminando por las dunas como pacientes psiquiátricos —o monjes en arcaicos rituales— alzando sus teléfonos al cielo en busca de una señal.

El diálogo que mantuve con el esposo de Elena Ferrante lo guardaré para otro cuento. Fue largo y arduo. Terminó con estas palabras, que no pronuncié yo: Estoy armado. Usted también lo tendría que estar. De noche, cuando ladran los perros, quédese adentro de su casa, porque tiro.

***

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