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La política y el escombro

El escritor chileno Álvaro Bisama habla sobre Poeta ciego y sobre la forma de contar de Mario Bellatin: "Se trata de una máquina narrativa cuya principal avería es la oquedad. Su lengua despojada y casi precisa, está vacía y puede ser llenada con fantasmas de todo tipo".

Por Álvaro Bisama. Foto: PZ.

mario bellatin

Habría que revisar la obra de Mario Bellatin como se tratase de una colección de transgresiones imprescindibles en las letras latinoamericanas de los últimos veinte años. En ese sentido, prefiero decir obra y evitar escribir literatura: hace un buen rato que los procedimientos que Bellatin utiliza dependen de otros mecanismos –más problemáticos, más complejos– que exceden los de la tradición literaria aunque su intención sea, quizás, desfigurarla de cara al futuro o, mejor dicho, al presente. Las distinciones entre ficción y no-ficción, los estancos de los géneros literarios, la idea de la “novela” como una forma fija son herramientas que aparecen como imprecisas frente a obras como Perros héroes, Lecciones para una liebre muerta o Shinji Nagaoka, una nariz de ficción, por mencionar unos cuantos ejemplos. En ese sentido, lo que interesa de Bellatin no son solamente los modos en que monta y desmonta sus propios libros sino también la percepción de que hay ahí una parodia triste e inevitable sobre el lugar que el escritor o el artista (aquellas dos clasificaciones que en el caso de Bellatin vienen a ser lo mismo) tienen en la sociedad actual.

Por supuesto, hay que agregar una idea más que es puesta en suspenso por el autor: la de una literatura nacional. Una relectura de Poeta ciego puede ejemplificar lo anterior. Reeditado por Mansalva, a casi quince años de su publicación original, se trata de un volumen que sigue funcionando de modo perturbador. Acá, el relato de la vida del líder de una secta –el Poeta Ciego– y sus acólitos se presenta desde la extrañeza, el crimen y el horror. Están las habituales disquisiciones del autor sobre el cuerpo como un espacio de una belleza deformada, de la intimidad como una serie de rituales opacos y la escritura despojada de emoción, como si tratase de una fábula que va emasculando su sentido. Bellatin escribe un texto que puede ser leído desde esa especie de subgénero de relatos sobre sectas (Salto mortal de Kenzaburo Oé, Helter Skelter de Vincent Bugliosi, Underground de Haruki Murakami o el manga XX Century Boys de Naoki Urasawa) aunque, en cierto sentido no sea más que una burla del mismo. De hecho, la escritura en capítulos breves que funcionan como anexos de un texto mayor que jamás veremos: la biografía definitiva del poeta/líder. ¿Qué es lo que vemos? Cómo el narrador de Bellatin merodea en los fragmentos de la misma como si se tratara de la escritura secreta de una hagiografía imposible.

Pero, ¿podemos leer Poeta ciego más allá de todos estos movimientos? Mal que mal, nos hemos acostumbrado a leer a Bellatin fuera de cualquier lugar, en una especie de limbo americano que puede quedar en cualquier parte y que es casi un lugar común. Sí, ya sabemos que Bellatin esquiva con peculiar habilidad la idea de una lengua nacional para revertirla como un escombro o una amenaza en sus libros. Por ejemplo, Salón de belleza evade cualquier idea de una localización específica para ofrecer su fábula como un espejo más amplio de ese moridero que fue la aparición del SIDA a fines de la década del ochenta. Aún así, esa poética trabaja desde el sabotaje de la idea de un lugar, como si debajo del mapa de América habitara un reverso donde esas distancias están puestas en suspenso por la complicidad de una lengua quizás quebrada. Aquello complejiza la experiencia de la lectura: estamos ante una obra donde habitan de modo inesperado los fantasmas –a veces cómodamente intercambiables– de Cronenberg y Arguedas, de Cornell y Tanizaki. Pero esos ecos jamás aparecen de modo sintético sino apenas se esbozan como las hilachas rasgadas de una tapiz muchas veces tenebrosa.

Poeta ciego juega con aquello pero lo evade de un modo menos confuso: es quizás uno de los  libros de Bellatin más localizable si se lo lee desde cierta clave política. Aquello se debe a que la secta del Poeta Ciego bien puede ser un grupo de ultraizquierda o una facción mutante o mutada del mismo, una célula encerrada sobre sí, sobre la condición frágil de la autoridad de su ideario. Están ahí las vidas individuales suprimidas en la estructura jerárquica, los nombres cancelados por el alias –el Pedagogo Boris, la Extranjera Anna, la Doctora Virginia–, la fragilidad de un sistema de creencias que ordena el universo y que descompone la experiencia del sujeto en espacios compartimentados. Claro, la novela no se ocupa de Sendero Luminoso o de algún grupo parecido directamente, pero habría que leerla como un abordaje paródico de aquello, una investigación en los lazos posibles –algo parecido a una asfixia, algo parecido a un juego de caza y exterminio– de una ideología que se ha dejado de dialogar para volverse una verdad. Así, en un espacio cultural como el latinoamericano, donde las relaciones entre fe y política son tan turbias como inestables, nos importa de la novela esa descripción pormenorizada de relaciones verticales de la mismas como si fueran una sola cosa, pero también los modos en que la sociabilidad se escinde en aras del culto a la personalidad y la presencia escatológica de una serie de rituales que ordenan la vida de los miembros. Se trata de una máquina narrativa cuya principal avería es la oquedad. Su lengua despojada y casi precisa, está vacía y puede ser llenada con fantasmas de todo tipo. Acá esos fantasmas son el alfabeto de una violencia ciega y de una verdad que no admite razonamientos. Eso sirve para la construcción de un imaginario que funciona como farsa: nombres que transforman en alias, libros de texto que son la excusa para la masacre, una colección de formalidades y rituales, de declaraciones de verdad vacías que se van degradando hasta perder su significado.

Gracias a aquello, Poeta ciego puede ser leída como un comentario de cierta novela política latinoamericana donde se expone como dos o tres cosas, que acaso son la misma: una versión deforme y reversa de la novela del dictador, que también exhibe aquella novela de la guerrilla que nunca ha cuajado como tropo u obsesión. Lo que me importa es que quizás esto nos obliga a releer a su autor más allá de todos esos tópicos que su fuga hacia adelante (hacia el futuro incierto del arte o del libro) parece haber soslayado. Aquello nos devuelve a la urgencia que sus libros siempre han tenido. Pero ahí también yace una trampa: donde podría aparecer la tragedia se intercalan la comedia y la melancolía. La parodia parece inundarlo todo: parodia del cuerpo, pero también del dogma y del paisaje. Esto hace que leamos Poeta Ciego como un mero artefacto o ready made (o como una versión previa de los mismos) sino que pensemos en cómo devolver ese relato a un territorio precario que tal vez explica de modo precario también, haciéndose cargo de sus destellos, de sus tramas hechas jirones. Está ahí una iluminación que nunca llega, una revelación vacía como el estruendo de una bomba que detona en un lugar abandonado, sin que nadie la vea.

 

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