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Cielos vacíos

Publicamos un adelanto de Nicaragua (al cubo), uno de los libros de Brutas editoras que este viernes, a las 19, se presentan en la librería.

Por Cynthia Rimsky.

MONTAJE 01
Cuando estás a mi lado, montaje por Andrea Goic.

De mis viajes siempre regresé con uno o más cuadernos en los que dejé consignados los alojamientos en los que pude haber dormido, personas a las que no llegué a conocer, gastos, situaciones que me ocurrían u observaba, y de vez en cuando, un intento por ir hacia las cosas que no se mostraban o quedaban sin vivir. Me satisfacía llevarlos en la mochila, ponerlos sobre la mesa de un bar y guardarlos durante días o semanas. Nunca me preocupé de su conservación, no los volví a leer, no los ordené en cajas o al fondo de un armario. Ahora que busco el certificado de mis estudios en la escuela de Periodismo de la Universidad de Chile entre 1980 y 1983, los encuentro y no parece que los haya escrito yo, especialmente no este cuaderno Universal.

camino a Nicaragua, Agosto 1985

Por razones extrañísimas estoy varada en Tegucigalpa sin poder seguir viaje a Nicaragua aunque solo 200 kms me separan de la ilusión. La embajada nos exige un pasaje de entrada y otro de salida y no tenemos ninguno de los dos. Tampoco nos dan la visa para ir a Costa Rica, donde la prima de Pablo tiene guardada la mitad del dinero para continuar viajando. Confiamos en que encontrará pronto una forma de enviarlo. Nos quedan US$ 70 y no sabemos hasta cuándo estaremos aquí, en Septiembre es mi cumpleaños y quiero pasarlo en Nicaragua, voy a cumplir 23, ¿no te parece que estoy grande? Llevamos seis meses viajando, siempre a dedo, pasamos por Perú (en Lima nos robaron los pasaportes y a Pablo, las zapatillas), de ahí cruzamos a Ecuador en un camión cargado de cebollas después que pasamos dos días varados en la frontera; recorrimos Colombia durante tres meses, cruzamos a la isla de San Andrés en un barco petrolero y de ahí a Tegucigalpa en un avión correo. Me siento como un juglar del siglo XX, viajando a dedo y escribiendo. Llevo 6 o más cuadernos repletos de notas, cayéndose las páginas por las pesadas explicaciones. Yo misma metida en las páginas en blanco

 

La caligrafía de la joven de 22 es distinta a la mía pero ella hace como yo a los 50, de aburrida llena con tinta los huecos de las letras. Sobre el cartón de la tapa, un niño o niña que estaba aprendiendo a escribir dibujó algunas palabras y no le importó ponerlas boca arriba, de costado o abajo, como si fueran cuchillos, tenedores, platos, vasos, y la página, una mesa. En la contratapa, una mancha de aceite sigue la forma de un Cabo con dos pequeñas islas.

En la primer página encuentro una lista con los nombres de las personas que la joven de 22 y Pablo –su compañero en este viaje– contactan en Tegucigalpa. Escrita con una letra distinta –¿de Pablo?– aparece Proave. Com Popular. Palmerola. Olancho. Un número de teléfono, el nombre de Carlos, Miércoles 12 hrs. En Palmerola hay una base militar norteamericana, en Olancho estalló un escándalo porque el Presidente otorgó en forma dudosa la concesión del aeropuerto a una empresa norteamericana. Ambos lugares quedan cerca de Tegucigalpa. Pudieron ir y volver en el día. Unas líneas más abajo aparece el nombre completo de Carlos Reyna, Barrio El Olvido, Secretaría Prensa y una palabra que no logro descifrar. Sigue un exhaustivo cuestionario con más de veinte preguntas. En ese momento Reyna es presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Nueve años más tarde se convertirá en presidente de Honduras y, al cumplirse otros nueve, se pegará un tiro en la cabeza.

Anoche tomé cuatro cervezas en un bar con un profesor de literatura, presidente de algo como la Agech, que estudió en Colombia y es de izquierda. Hace mucho que no hablaba de eso. Fue tan extraño, cuando llegué al restaurante donde me estoy alojando –porque no hay dinero para seguir a ningún lado, y eso no importaría, pero las fronteras y los consulados y las visas se niegan a entender–, el Pablo me dice que llamó su prima de Costa Rica y que mandó XXXXXXXXX la plata.

Al acercar el cuaderno Universal a la luz para ver lo que hay bajo las tachaduras me parece que la tapa se ha encrespado. La tormenta que inesperadamente llegó esta mañana a Santiago, al cabo de dos días de calores infernales, parece haber soliviantado las letras. Para rescatar las palabras que respiran bajo las tachaduras recurro a una lupa. Por las que corrió la tinta no sirve ningún lente.

US$1200

Una vez que tienen el dinero, la joven de 22 se dirige a la salida de Tegucigalpa para hacer dedo hacia Nicaragua. Un auto la lleva hasta Choluteca donde sube a una camioneta que va levantando campesinos a lo largo del camino. Ellos deben notar que la joven de 22 es extranjera. Si alguno se atreve a hablarle, le cuenta que va a Nicaragua; si le inspira confianza, agrega que a conocer la revolución. Entre ellos se estarán preguntado si permitirían a su hija subir a la camioneta de un desconocido tan lejos de su casa. Saben por los noticieros acerca de los peligros que corren las jovencitas que salen a tentar suerte, cómo las toman por otras y con esas otras no hay ley que valga; puede que ellos mismos, si estuvieran solos, la tomarían a ella.

En una de las tres fotografías que encuentro junto con el cuaderno y los cuatro escritos a máquina, aparece la joven de 22 con la cabeza inclinada hacia la izquierda y con las manos enterradas en los bolsillos del jeans hasta las muñecas. No sabría decir si es fea o bonita, tiene el pelo castaño largo y una mirada que se dice soñadora o cándida. Las zapatillas blancas de cuero son las antiguas North Star, las primeras con nombre en inglés y dos rayas a los costados; viste una camiseta de manga larga blanca y encima una de manga corta de un verde nilo descolorido. Pisa con el borde externo, seguramente tiene pie plano. El camino de tierra roja bordea unos montes verdes salpicados de palmeras, da la impresión de que está lejos de la ciudad, que por allí no pasan autos, personas o perros; el fotógrafo tampoco aparece aunque la inclinación de su cabeza se puede interpretar como una señal de su existencia. En la espalda carga una mochila azul mediana que yo continué usando al menos hasta 1991. No sé cuándo me desprendí de la camiseta blanca y de la verde nilo; dónde puse la candidez, el pelo largo, el color castaño; continúo enterrando las manos en los bolsillos, aunque me molesta el roce de mis dedos con la costura y tengo la sospecha de que ahora los hacen más cortos.

A través de la mitad inferior de la ventana del departamento en Santiago alcanzo a ver, a la distancia, el cerro Blanco. En wikipedia leo que el San Cristóbal y el Blanco formaron parte de un macizo rocoso que se desprendió de la cordillera de los Andes. Siglos más tarde una grieta los separó para siempre. La quebrada original se fue cubriendo de sedimentos y es sobre esa raja- dura que se levantan este edificio, las cuatro peluquerías, las cinco marqueterías, la botillería, el almacén, la panadería, el quiosco de diarios, el de verduras y el de los cerrajeros, el bar del argentino; la fuente de soda de mi vecina que, al final de la tarde, visitan los obreros que trabajan en los talleres de confección de los coreanos, para beber la promoción de cerveza de a litro.

El terremoto del 27 de Febrero de 2010 abrió un enorme boquete en el techo de una casa de dos pisos, como las que originalmente poblaron el barrio, con adobe y tejas, que está a la vuelta de la fuente de soda, bajando por la calle del Medio. Cada vez que levanto la mirada del cuaderno Universal, contemplo el boquete y, al interior de la habitación, el televisor atornillado a un brazo mecánico, la tapa de un armario barato, un colgador de ropa... Presumo que sobre el piso hay una cama, un velador y hasta un baúl con viejos cuadernos. Algunas noches la persona que vivía en el cuarto, entra y enciende una lámpara de velador. Imagino que busca las cosas que necesita para el día siguiente y, al encontrarse con que ya no está su cama, apaga la luz y se mete en la intemperie.

He decidido colgar en la pared un mapa de Centro América para seguir a la joven de 22 en su viaje a la revolución. Ante la casa con el agujero en el techo, aparece una escalera, en realidad, son dos maniatadas por un cordel. Los peatones se detienen a mirar a los albañiles, padre e hijo o aprendiz, y, emiten un ¡oh! de sorpresa cuando logran llegar a salvo. En vez de ir hacia el boquete, los albañiles se quedan contemplando morosamente la calle que dejaron abajo. Los pasos del hijo o aprendiz son más cautos y, al mirar el cerro Blanco, me parece distinguir que mueve los labios como en una oración. Descargo una piedra sobre la cabeza del clavo. El crujido se propaga hacia la ventana, choca con el marco y se detiene en el borde. No veo ninguna rajadura. Golpeo el muro y suena hueco. Reemplazo la pregunta que puse en el buscador de la web: “¿cómo es el camino entre Honduras y Nicaragua?” por “rajaduras en los muros” y aparece un “Manual para aprender a leer las grietas en la casa o el departamento”, publicado por una universidad después del terremoto y donde leo que una pared con grietas suena hueco. Reviso los cuatro muros, no presentan ninguna alteración. Escribo en el buscador: “grietas que suenan hueco” y se despliegan únicamente páginas de poesía. Desde Alzira, Valencia, Arturo Borra y Laura Giordani citan al también poeta Roberto Juarroz a propósito de una reseña que escriben del libro Los barrios invisibles de Viktor Gómez: “El poeta es un cultivador de grietas: fractura la realidad aparente o espera que se agriete para captar lo que está más allá del simulacro”.

Siguiendo en el mapa el camino por el cual viaja la joven de 22 me parece sentir que el aire se vuelve más fresco, las continuas curvas me causan un ligero mareo y sobre mi cabeza los árboles crujen como si el viento los rajara. Vuelvo a colocar en el buscador “¿cómo es el camino entre Honduras y Nicaragua?”. “Un poco sinuoso del lado hondureño, en medio de bosques de pinos y robles, las vistas al Golfo de Fonseca son impresionantes”. Increíble, los pinos, las curvas del camino, el bamboleo... existen. Busco una imagen de un bosque de pinos para que las agujetas me ayuden a traer de vuelta la expectación de la joven ante la última barrera que la separa de la revolución, y me encuentro con que las mafias del tráfico de madera han acabado con los bosques en Olancho, la región Atlántica, Yoro, Francisco Morazán, Comayagua y El Paraíso en la frontera con Nicaragua. El bosque es verdadero, pero no existe.

Los mapas son engañosos, indican que la frontera hondureña de El Espino está en el pueblo de San Marcos, pero todavía faltan varios kilómetros. Como oficialmente el trayecto no existe, tampoco corren buses. En vez de salir de un país, parece que se abandonara el mundo conocido y los campesinos que viven a la orilla se detienen a mirar con sorpresa a la joven de 22 que, con un retraso de seis años, camina hacia la revolución.

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