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Cara a cara

La cara de Poe, si fuera simétrica
¿Cómo te llamabas?

¿Para qué parecernos? ¿Por qué? "Las cosas empeoraron para el mal fisonomista en estos últimos meses", dice el autor de Cuerpo a tierra, mientras Edgar Allan Poe se deforma en el rigor de la simetría como dándole la razón.

Por Martín Kohan.

Corren tiempos muy adversos para el mal fisonomista. En la vida general, y se diría que desde siempre, las caras se le confunden, le suenan pero no sabe de dónde, son de alguien pero no consigue dilucidar de quién. No es que olvide del todo las caras, pero tampoco, en rigor, las recuerda; más bien se le escurren y a la vez se le presentan en eso que, con Platón, habría que llamar reminiscencia. Es así que, una y otra vez, sufre con la zozobra de no saber con quién acaba de cruzarse en el pasillo, quién acaba de saludarlo en el bar o con quién se encuentra conversando amigablemente en este preciso instante. A veces llega a estar seguro de que la persona en cuestión lo aprecia, o bien, tanto más, que él mismo la aprecia, que han compartido momentos gratos, y puede que también, por qué no, confesiones e intimidades, en algún indefinido pasado. No por eso, sin embargo, acaba de discernir de quién se trata: no por eso sabe quién es.

La pasa mal, por supuesto. Vive siempre temeroso de pasar por descortés o por soberbio; y no se trata de eso, para nada, sino de esto otro: de que vive sumergido en una especie de memento facial. Registra todo, excepto los rostros. Con el tiempo y con los nervios aprendió, sin dejar por eso de padecer, las técnicas del sonsacar, en casos de conversación, y según lo que en la charla vaya surgiendo, quién es el interlocutor cada vez. Un nombre determinado (Enrique, Liliana), un lugar determinado (el colegio secundario, el ascensor del edificio), un tiempo determinado (la remota adolescencia, la tarde de ayer) van aflorando en la mente, al cabo de una penosa espera, hasta arribar a la identificación que otros obtienen, en cambio, desde un primer momento, apenas con un golpe de vista.

Las cosas empeoraron para el mal fisonomista en estos últimos meses. Una porción considerable (más o menos la mitad) de una porción considerable (más o menos la mitad) de la humanidad, es decir aproximadamente uno de cada dos varones, se ha quitado pelo más o menos de una misma forma de los laterales del cráneo, se ha procurado los mismos jopos o los mismos mechones, se ha dejado crecer las mismas barbas. Tienen todos la misma cara: la de Gino Peruzzi o la de Luis Novaresio, la de Lucho González o la de Eduardo Domínguez, la del Chavo Fucks, etc. De niño lo amedrentaban con un fantasma en boga, el comunismo, concebido como un infierno de igualdad forzada en el que no podía distinguirse a una persona de otra. Después la Guerra Fría terminó y dio en comprender lo que mucho antes había dejado dicho Georg Simmel acerca de la función homogeneizadora de las modas en las sociedades capitalistas. Claro que una cosa es que medio mundo use los mismos pantalones chupines o las mismas camisas escocesas o los mismos anteojos de marco grueso y cuadrado, y otra cosa es que, rapado y pelambre mediante, todo el mundo tenga exactamente la misma cara. Que la implacable igualación de la moda se aplique, no ya a las prendas y a los accesorios, sino al rostro de cada cual, ya es el colmo.

Bien pensado, sin embargo, esto puede resultarle propicio a ese mal fisonomista que ha sido siempre. Ahora tiene la excusa perfecta, por no decir una coartada: no es él quien no logra diferenciar las caras, son las caras las que no se diferencian entre sí. Sus confusiones habituales se han por fin objetivado. El problema ha dejado de ser estrictamente suyo, para pasar a situarse en la propia realidad.

La misma discusión, o casi la misma, la ha tenido algunas veces a propósito de la literatura argentina de estos años, pero ese es un asunto infinitamente más restringido y las consecuencias son muchísimo más acotadas.

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